Andar descalzo tiene una semiología que excede el beneficio de la salud. Sobre éste, las páginas de internet, las recomendaciones de terapias alternativas, el earthing, conectarse con la tierra, el correr sin calzado lo aluden profusamente. Las fotos de los pies en la arena que pululan en las temporadas estivales en las redes sociales. Los pies sin nada que los cubra cruzados uno sobre otro para demostrar, en esas mismas instantáneas, il dolce far niente. Con esas extremidades inferiores se declaman poemas al verano, el ocio. La sinécdoque de la felicidad frente al zapato como ese agente del mal que nos desabrocha de una vida sana. (No confundir con la gente que pide que te quites los zapatos para entrar a su casa mientras que, como en el chiste que hace Seinfeld, el perro se refriega en el piso que uno transita con los pies desnudos).
Sin embargo, no es lo único a lo que refiere. En el otro extremo, la indigencia. Andar en patas como epítome de la falta, la carencia. No tener zapatos, perderlos, no es solo algo de los cuentos de hadas. Todo lo contrario, estar descalzo, en el parque, por ejemplo, cuando se ha perdido todo. Las patas también son políticas: en la fuente, cuando se mete la pata.
Pero hay un sentido místico que envuelve los pies, cuando nos libramos de medias y botines y vemos nuestros dedos salir a la superficie con todas las imperfecciones de su encierro urbano. Para entrar a los templos budistas o las mezquitas hay que quitarse los zapatos. En señal de despojo e higiene, para estar en contacto con la frescura del piso en los primeros o no dañar las alfombras de los segundos. Como sea, en ese gesto se visibiliza un pasaje de un mundo a otro. Del de la agitación y el día a día para sumergirse en otro mucho más lento, de contemplación y oración.
De esta manera se ingresa a Pulso, la muestra de Nicolás Mastracchio. Descalzo, desprendido, algo despistado, para conectar cuerpo y mente en una experiencia artística. La propuesta en el espacio del Museo de Arte Moderno es en la Recoleta salita de proyectos especiales. Hay música y colores que relajan, mientras se recorre con la mirada y los demás sentidos la superficie construida por el artista. Con sus fotos, objetos y móviles va dando forma a las capas y texturas de placer con la que late Pulso. Porque de eso se trata, que la indagación no separe lo intelectual de lo emotivo. Que en el transcurso de la visita se dé una práctica como quien entra a una clase de yoga o medita o ingresa a un centro espiritual.
Mastracchio es el swami de ese ashram en el que atrapa lo más posible la concordancia entre materia y espíritu. Esta palabra en sánscrito que significa “lo que lleva al esfuerzo”. Tanto físico como mental. Un lugar sencillo y tranquilo para la interpretación, lectura y meditación en el que conviven maestro y alumnos.
Lo ejecuta en el paisaje de la sala y se mantiene a distancia. Aporta sus conocimientos de ambas esferas: la artística y la práctica de la meditación. La evidencia está en las luces y el sonido. Los colores son sus tranquilizantes; los leves movimientos de los objetos, sus dardos de sedación.
Para que todo funcione, aún en el contexto de un cierto lugar común de la experiencia mística, indispensable, por otra parte, el sujeto aporta lo suyo. Pulso “pega”, me arriesgo a decir como ninguna otra exhibición de arte, según el individuo que la contemple. Lo abierto está justamente allí. No tanto solo en la composición sino en esa interacción infalible entre el espectador, en este caso, devenidos sanniyasis, decididos a retirarnos por un rato de la vida mundana pero siempre en tránsito y sin punto fijo de morada, con la sabiduría del artista/maestro.
Pulso
Muestra de Nicolás Mastracchio.
Curador Javier Villa. En el Museo de Arte Moderno. Avda. San Juan 350.
Hasta el 11 de marzo.