CULTURA
genio Y demencia

Escritura y alienación

En la literatura moderna abundan los escritores y poetas con síntomas psicopatológicos y cuadros psiquiátricos complejos, ataquesa de pánico, suicidos, excesos y tristezas. Un tour maníaco y depresivo.

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La creencia popular de que los artistas y escritores geniales están un poco locos ya se encuentra en Platón, pero sólo en el siglo XIX adquiere prescripción científica con Genio y locura (1864), del médico y antropólogo italiano Cesare Lombroso, director del manicomio de Pesaro. El llamado padre de la criminología planteó que la creatividad artística es frecuentemente, si no siempre, una forma de desequilibrio mental. En favor de esta teoría, se dedicó a coleccionar escritos, dibujos y pinturas realizados por pacientes confinados en hospitales y asilos psiquiátricos. Las ideas de Lombroso fueron difundidas en Francia por el médico y escritor alemán Max Nordau con Degeneración, publicado en 1893. La conexión entre genialidad y enfermedad mental se propagó aún más con la publicación de Expresiones de la locura (1922), del psiquiatra Hans Prinzhorn, sobre la exposición de pinturas de enfermos mentales de Heidelberg.

Con ello buscaba comprender la relación entre el arte de los locos y el de los artistas, apoyándose en las concepciones del psiquiatra y filósofo Karl Jaspers que en ese año –1922– publicó Genie und Wahnsinn in der Kunst, uno de los más influyentes textos sobre esquizofrenia y creación literaria y artística.

De hecho, como si fuera una especie de ilustración lombrosiana, en la literatura moderna abundan los escritores y poetas con síntomas psicopatológicos y cuadros psiquiátricos, empezando por el gran Friedrich Hölderlin. Fue internado a los 36 años en el manicomio de la Universidad de Tübinga el 14 o 15 de septiembre de 1806 durante 231 días por una gran agitación motriz, insuficiente orientación espacio-temporal, accesos de ira y una ininteligible logorrea. En mayo de 1807, bajo el diagnóstico de locura incurable pero pacífica, el doctor Autenrieth lo puso al cuidado de un ebanista de la misma ciudad, que admiraba su obra, y lo recluyó en la torre de su casa (donde solía escribir poemas, tocar una melodía repetitiva en el piano o cantar tristemente en una lengua desconocida) hasta su muerte. Por la misma época William Blake tenía alucinaciones místicas, experiencias visionarias y conversaba con los espíritus (por ejemplo, con los de Voltaire y Milton), mientras Lord Byron sufría sin cesar fluctuaciones emocionales –que hoy se considera trastorno bipolar– que iban de la melancolía a la irritación, de la euforia a la depresión, de la exaltación al aburrimiento, del letargo al insomnio. Con todo, ni Blake ni Byron fueron internados en ningún momento.

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Como Hölderlin, no fue la suerte de Gérard de Nerval, quien sufrió en los últimos años de su vida, los más productivos, perturbaciones esquizofrénicas que lo llevaron a varios hospitales psiquiátricos (una vez por pasear por la calle una langosta con una cinta azul) y finalmente a ahorcarse de una farola en rue de la Vieille-Lanterne, de París, en 1855. Del mismo modo, Guy de Maupassant, acosado por ataques de pánico, intentó suicidarse degollándose y murió finalmente en una clínica psiquiátrica parisina en 1893. En Orwell’s Cough (2012), John J. Ross, médico del Brigham and Women’s Hospital de Boston, afirma que sufrieron de trastorno bipolar –o también psicosis maníaco-depresiva, en el que la creación intensa alterna con crisis cada vez más frecuentes de depresión– Herman Melville, Nathaniel Hawthorne y Jack London. En el caso de Melville, pudo haber heredado el desorden bipolar de su padre, quien luego de huir de Manhattan por un fracaso comercial, enloqueció. Si esto es así, el autor de Moby Dick (como Hawthorne) escribió toda su obra atormentado por la bipolaridad, la depresión, el trastorno obsesivo compulsivo y el alcoholismo. Al parecer, estos escritores bipolares recurren al alcohol (tratado por London en John Barleycorn o las memorias alcohólicas) para aliviar los síntomas depresivos, el cual suele más bien agravarlos.

El siglo XX, como en otros temas malditos, es prolífico en escritores que padecen enfermedades mentales. El poeta sueco Gustaf Fröding, fallecido en 1911 a los 51 años, estuvo la última parte de su vida internado en sanatorios psiquiátricos y en hospitales caritativos (escribió gran parte de sus obras en una manicomio de Görlitz, Alemania) para curarse de esquizofrenia y alcoholismo. Unos años después, el 3 de noviembre de 1914 –las conmemoraciones por el centenario empezaron en Austria desde enero–, el eximio poeta expresionista Georg Trakl se suicidaba a los 27 años con una sobredosis de cocaína (a la cual era adicto) en el departamento psiquiátrico de la Guarnición número 15 de Cracovia, Polonia, luego de participar como oficial sanitario en la batalla de Grodek y de sufrir una crisis nerviosa ante el horror de los heridos y mutilados. En 1916, Herman Hesse comenzó a tratarse con el doctor Joseph B. Lang, discípulo de Jung, a raíz de una severa depresión (había sufrido varias durante la adolescencia) provocada por la muerte de su padre, la grave enfermedad de su hijo Martin y la esquizofrenia declarada de su esposa. Entre septiembre y octubre de 1917, una vez terminado el tratamiento psicoanalítico, Hesse redactó una de sus novelas más famosas: Demian.

En cualquier caso, Hesse parece una excepción entre aquellos escritores con trastorno bipolar, considerada por la psiquiatría contemporánea la patología mental más común entre los escritores, por lo general incurable. Esta enfermedad se caracteriza según cuatro etapas: depresiva mayor, mixta, hipomaníaca y episodios maníacos. Tal vez Virginia Woolf es el caso más célebre de bipolaridad, por la cual fue internada en reiteradas ocasiones, hasta que la inminencia de una nueva crisis la resolvió el 28 de octubre de 1941 a arrojarse al río Ouse con los bolsillos llenos de piedras. Pero quizá no lo es menos el desorden bipolar de Antonin Artaud –muerto en el asilo para alienados de Ivry-sur-Seine en 1948– luego de su regreso de México, a principios de 1937, que lo condujo durante nueve años por distintos manicomios donde lo trataron con terapia de electroshock, lo cual empeoró su estado físico y anímico. O el caso de Ernest Hemingway, internado en una clínica psiquiátrica en diciembre de 1960, tras varios sucesos alucinatorios, en la que fue sometido a electroshock. Como se sabe, unos meses después se suicidó disparándose un tiro con su escopeta.

Posiblemente la historia de la psicosis de Paul Celan, uno de los grandes poetas del siglo XX, sea menos conocida. Empezó en 1962 con fuertes depresiones y crisis delirantes, durante las cuales llegó incluso a querer matar a su esposa, la pintora Gisèle Lestrange. La relación conyugal se complicó a partir de este año en adelante por los episodios psicóticos que Celan padecía. Las cartas de la correspondencia entre ambos, publicada en Francia en 2001, no son explícitas de las escenas, pero está claro que Celan intentó matar a su mujer dos veces. Entre 1962 y 1967 fue internado en instituciones psiquiátricas en cinco oportunidades, y su última internación se extendió más de un año. En 1965 atacó a Gisèle con un cuchillo, y en 1967, amenazó con estrangularla y luego pretendió suicidarse clavándose un abrecartas en el pulmón. Entre sus delirios estaba la idea de que Dios lo obligaba a un sacrificio al modo de Abraham que ponía en riesgo la vida de Eric, su hijo, porque Dios le había pedido que eligiera entre la poesía y él, aunque –no lo dudaba– prefería a su hijo vivo. En la primavera de 1970, Celan se suicidó arrojándose al Sena desde el puente Mirabeau.

Pero el trastorno bipolar parece la enfermedad mental propia de los escritores. Algunos famosos poetas estadounidenses, la mayoría premios Pulitzer y suicidas, como John Berryman, Randall Jarrel, Robert Lowell, Silvia Plath, Theodore Roethke, Delmore Schwartz (admirado por Eliot, Pound, Bellow y Lou Reed) y Anne Sexton fueron hospitalizados en varias oportunidades por estados maníacos o depresivos. Se cree también que Tennessee Williams, el genial dramaturgo de Un tranvía llamado deseo, era bipolar por su tendencia al insomnio y a la claustrofobia, a los ataques de pánico y al alcoholismo, además de ingerir regularmente pastillas de Seconal (barbitúricos) y fumar varios paquetes de cigarrillos al día. Williams temía acabar demente como su hermana Rose que pasó la mayor parte de su vida en hospitales mentales, hasta que quedó totalmente incapacitada por una lobotomía.

Después de la muerte en 1961 de su compañero, Frank Merlo, se incrementaron las crisis de depresión y el consumo de drogas, por lo que muchas veces fue hospitalizado y tratado en centros psiquiátricos. Al final, murió en 1983, a los 71 años, en una habitación del Hotel Elysee de Nueva York, intoxicado con Seconal.

Lo cierto es que el mayor escritor que ha dado la ciencia-ficción, Philip K. Dick, no era bipolar ni, acaso, un esquizofrénico paranoico, según el diagnóstico psiquiátrico luego de una crisis alucinatoria en 1974, probablemente provocada por excesos en el uso de psicotrópicos, metanfetamina, fármacos y alcohol. En sus diarios –The Exegesis– sostiene que un día de ese año, en su casa, al regresar dolorido del dentista, pidió por teléfono analgésicos a una farmacia, y cuando abrió la puerta de calle, una muchacha, que lucía un collar con el símbolo cristiano del pez, le disparó un rayo láser que le transmitió conocimientos superiores y entonces supo que era un griego que vivía en el año 50 dC. Después, los eventos psicóticos se multiplicaron: la radio lo insultaba, el universo le hablaba, Dios se comunicaba con él a través de los titulares de los diarios, el FBI y la CIA lo vigilaban. La experiencia mística de Dick (drogas de por medio) llegó a su cenit con Valis (siglas de Vast Active Living Intelligence System, Sistema de Vasta Inteligencia Viva), un haz de luz rosa del que recibía una cantidad enorme de información, incluso (se dice) acerca de una enfermedad inadvertida de su hijo Christopher, una hernia, que le salvó la vida. Se sometió a numerosas desintoxicaciones, hasta que murió en 1982, en Santa Ana, California, a los 53 años.

Por el contrario, el caso de David Foster Wallace –el autor de La broma infinita (1996), hoy una novela de culto–, que se ahorcó en 2008, con 46 años, confirma que el trastorno bipolar acosa a los escritores. Antes de cumplir los treinta ya había sido hospitalizado por depresión, abuso de drogas e intento de suicidio. Con los años, también cedió al alcoholismo. Durante mucho tiempo, sin embargo, el antidepresivo fenelzina mantuvo estable el síndrome de bipolaridad, pero los efectos secundarios (movimientos anormales faciales, fatiga, insomnio, dolores de cabeza, disfunción sexual, pérdida de reflejos, temblores) lo resolvió a abandonarlo. Al poco tiempo, la depresión regresó intensificada y recibió nuevos tratamientos, hasta electroshock, e incluso volvieron a medicarlo con fenelzina, sin que se revirtiera. Novelista, cuentista y lúcido ensayista, es considerado como uno de los escritores estadounidenses más innovadores e influyentes entre los siglos XX y XXI. En su obra (parcialmente publicada por revistas como Esquire, The New Yorker, Rolling Stone, Harper’s Bazaar, The Paris Review) predomina la experimentación y la crítica a la sociedad posmoderna, y las consecuencias de la realidad mediada por las imágenes televisivas y la tecnología.

Sin embargo, ya en la literatura argentina, la manicomización durante 28 años de Jacobo Fijman, el poeta místico de la generación martinfierrista, se debió en 1942 a un diagnostico de psicosis distímica-síndrome confusional, si bien en circunstancias poco claras. También en 1921, por oscuros motivos, fue detenido y torturado en una comisaría y después internado en el hospital psiquiátrico Hospicio de las Mercedes (Hospital Borda desde 1967), desde el 17 de enero hasta el 26 de julio de ese año. La segunda y definitiva internación, cuando sin trabajo (ejercía el periodismo) se ganaba la vida tocando el violín por monedas, sobrevino luego de concurrir regularmente a la Biblioteca Nacional –donde estudiaba escolástica, gramática, lenguas, teología– hasta que el director, Martínez Zuviría (más conocido como Hugo Wast, un escritor antisemita), le prohibió la entrada alegando que se había dirigido al personal de manera irrespetuosa. Confundido, deambuló varios días por la ciudad, la policía allanó la modesta buhardilla en la que vivía sobre la Avenida de Mayo, lo detuvo y lo llevó a la cárcel de Villa Devoto, en la que permaneció dos días antes de que lo encerraran de nuevo en el Hospicio. Hasta su muerte por edema pulmonar a los 72 años, fue a sometido a la terapia de electroshock.

Tampoco la hospitalización de la reconocida poeta Alejandra Pizarnik en el Pabellón 18 del Hospital Pirovano, en 1971, se debió (para algunos) a bipolaridad sino al “trastorno límite de la personalidad” o borderline –enfermedad mental que se caracteriza por estados de ánimo inestables, comportamiento impulsivo y relaciones personales caóticas–, que finalmente la llevó a suicidarse el 25 de septiembre de 1972. A los 36 años se quitó la vida ingiriendo cincuenta pastillas de Seconal durante un fin de semana en el que había salido con permiso del hospital, en el cual se hallaba internada como resultado de un severo cuadro depresivo y dos intentos de suicidio. En 1968 obtuvo la beca Guggenheim, lo que le permitió viajar a Nueva York y París, pero en breve regresó a Buenos Aires, donde se agravaron sus problemas depresivos. Adicta a la anfetaminas desde su adolescencia, en 1971 hizo psicoterapia con Pichon-Rivière, pero en sus dos libros publicados ese año, La condesa sangrienta y El infierno musical, son manifiestas las alusiones a la muerte y al suicidio. Su habitación estaba llena de muñecas estropeadas y maquilladas, libros que se amontonaban, lápices de colores que coleccionaba y papeles desperdigados de sus últimos textos.

En conformidad con Lombroso, desde hace unos cuarenta años se han publicado varios estudios que indican que existe una cercana relación entre el genio literario y la enfermedad mental. En 1970 Nancy Andreasen, de la Universidad de Iowa, publicó un trabajo en el que investigó a treinta escritores, de los cuales casi el 40% presentaba depresiones o manías. En 1992, el American Journal of Psychotherapy publicó un informe del psiquiatra Arnold Ludwig acerca de mil artistas famosos, donde demostraba que la psicosis entre ellos y los escritores es tres veces más usual que en la población general, además de una mayor frecuencia de pensamientos suicidas, irregularidades mentales y hospitalización psiquiátrica. Según la edición de noviembre de 2011 del Journal of Psychiatric Research, para los investigadores suecos del Instituto Karolinska de Estocolmo, los escritores tienen mayor riesgo de padecer ansiedad y trastorno bipolar, esquizofrenia e ideas suicidas, depresión y abuso de drogas. En suma, la psiquiatría explica que Artaud estaba loco, pero no demuestra de ningún modo por qué todos los locos no son Artaud.