CULTURA
IDEAS Y CREENCIAS 5

Lo que cree Tarkovski sobre el arte

Andrei Tarkovski desarrolló su creación en el período soviético. Nació en Ivánovo, Rusia, en 1932, y murió de cáncer en París, en 1986, el mismo año del accidente nuclear de Chernobil. Dio vida a siete largometrajes durante veinticinco años de carrera. Y durante toda su trayectoria fue escribiendo las reflexiones de “Esculpir en el tiempo”. En sus líneas, el cineasta filósofo intenta fundamentar la creencia en el arte como don de la sensibilidad que “surge y se desarrolla allí donde hay esa ansia eterna, incansable, de lo espiritual”.

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Tarkovski. El director ruso filmando “Un blanco, blanco día”, film que terminaría convirtiéndose en “El espejo” (1975). Su libro “Esculpir en el tiempo” y un fotograma de “Stalker” (1979). | cedoc

Se puede creer en los poderes del arte como pura libertad de la expresión del artista; como aparición y eclipse de estilos; como lo que alimenta los museos o el mercado de las obras. O se pude creer en lo artístico como percepción de algo eterno en el presente, o como la intuición del misterio, la belleza y el olor fugitivo de las primaveras.

Todo esto último es parte de la creencia del arte como espiritualidad, poesía y trascendencia en Andrei Tarkovski, el cineasta ruso, icono del cine de autor, que expresó su filosofía estética en Esculpir en el tiempo. Reflexiones sobre arte, filosofía y poética del cine (Ediciones Rial, 1984).

Tarkovski desarrolló su creación en el período soviético. Nació en Ivánovo, Rusia, en 1932, y murió de cáncer en París, en 1986, el mismo año del accidente nuclear de Chernobil. Desde el hospital, completó los detalles de su última gran gema cinematográfica, Sacrificio, con actores de Igmar Bergman, filmada en Suecia; y con el personaje Alexandre, interpetado por Erland Josephson, que acomete un sacrificio, solitario y no advertido, para sanar el mundo e impedir su destrucción.

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Tarkosvki les dio vida a siete largometrajes durante veinticinco años de carrera. En el comienzo de su trayectoria, por La infancia de Iván, recibió el León de Oro de Venecia, en 1962, distinción recibida por primera vez por un cineasta soviético. En su infancia, creció en un medio rural. Vivió con su hermana, su madre y su abuela, y siempre manifestó que aquella influencia femenina fue esencial en su universo artístico.

Era un místico en tiempos del realismo socialista soviético. Un explorador de lo invisible acosado por el proselitismo ideológico de la URSS en su puja con Occidente; colisión geopolítica que ahora resurge con sangre, mesianismos y armas computarizadas.

Como un acróbata, Tarkovski intentó hacer equilibrio sobre una cuerda tensada por consignas de partido y miradas adustas de comisarios políticos. El agobio en el artista por la falta de libertad expresiva creció como una enfermedad nerviosa. La dolorosa cura fue renunciar a su patria, a la sal de su tierra natal. Primero se exilió en Italia. Allí filmó un telefilm para la RAI (la compañía de radiodifusión pública italiana), junto con Toni Guerra. Y le dio vida a Nostalgia (1982), la historia de un poeta ruso exiliado que escenifica su propia tragedia y que muestra uno de los planos secuencias más poderosamente artísticos de la historia del cine: el poeta que, en una iglesia en ruinas, lleva una vela amenazada de extinción por el soplo del viento.

Tarkovski extiende puentes hacia lo metafísico, lo poético y lo simbólico. En esas regiones trascendentes, el humano nada en la pregunta por el sentido de la vida, y percibe un licor eterno en la copa siempre atribulada del presente.

Tarkovski esculpió sus planos fílmicos en las grandes cumbres de su cine poesía: en La infancia de Iván (1962), ya mencionada, un niño sufre la falta de compasión de la guerra, y también es centro de un mundo onírico paralelo de luces, mar y ternura maternal; en Andréi Rublev (1966), un artista medieval, un pintor de iconos, renuncia a toda creación, pero luego regresa a sus pinceles ante el ejemplo de un niño constructor de campanas; Stalker (1979), un personaje que, cual un sacerdote laico, protege una zona prohibida; Solaris (1972), el film que pretendió emular y superar a 2001, Odisea del espacio, de Kubrick, en una suerte de competencia cultural en pos de la mejor apertura de la conciencia hacia el espacio sideral; o en El espejo, con su descomposición de la linealidad narrativa. Por una voz en off, se escuchan poemas del poeta Arseni Tarkovski, su padre, corresponsal de un periódico en la Segunda Guerra Mundial, en la que perdió una pierna. Su poesía insiste en que la muerte es vencida por lo eterno. El film como un viaje de símbolos que, a través de la infancia, regresa a la tierra, el viento y el sol que rebosan una vida recién nacida. 

Y durante toda su trayectoria fue escribiendo las reflexiones de Esculpir en el tiempo. En sus líneas, el cineasta filósofo intenta fundamentar la creencia en el arte como don de la sensibilidad que “surge y se desarrolla allí donde hay esa ansia eterna, incansable, de lo espiritual”. Lo artístico aquí es pensado no como puro juego de las formas, o como fachada de una cultura elevada, sino como intensa experiencia de la corriente del tiempo. El arte como expansión al mundo, como deseo de elevación, de ascenso hacia la altura poética, como espiritualidad en crecimiento. No el arte solo para entretener, o para justificar artefactos retóricos o críticos que renuncian a “la búsqueda del sentido de la vida”.

Por la creencia en el arte como ansia de espiritualidad, la acción artística no sirve ya solo a “la egocéntrica actividad” del artista. Para el cineasta ruso de El espejo, el artista asume su existencia como sacrificio en pos de la creación, y como entrega “a una idea más general y más elevada”. Por eso su afirmación de que “el artista es un vasallo que tiene que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un milagro”. 

Si hay una individualidad artística, esta se realiza no por laureles y reconocimiento sino por una voluntad de sacrificio. El artista al servicio de la obra y no al revés; concepción contraria a la del genio creador idolatrado por el romanticismo en el siglo XIX.

Y creer en el arte como fuerza ideal nada tiene que ver con el culto de una incontaminada pureza, abstracta e irreal. Todo lo humano está empozoñado por la contrariedad, la angustia, la desesperación terrenal. Se ansía lo bello como compensación de la fealdad que anida en las latitudes del mundo. El artista se mueve así entre contrarios que se reclaman: “Para poder informar de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo finito”. Y, por extensión, para buscar la belleza el arte debe mezclarse con “el polvo de lo terreno”. Así, “lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible”.

Para el cineasta de Stalker, el arte “no quiere proponer inexorables argumentos racionales a las per­sonas, sino transmitirles una energía espiritual”. Es comprensible que estas creencias sobre la naturaleza y misión del arte hicieran imposible la inserción de Tarkovski en el cine hollywoodense en su momento. No quería un cine como pasatismo sino como alumbramiento; no una narración fílmica que dejara intacta la conciencia sino que la extendiera hacia la poesía, una infancia asombrada, el caudal de las fuertes imágenes simbólicas.

En tiempos de aceleración exponencial, de big data e inteligencia artificial, y de globales plataformas de streaming, quizás el recuerdo de Tarkovski y sus creencias estéticas sea especialmente oportuno. El recuerdo del arte como necesidad espiritual.

 

* Filósofo, docente, escritor. Su último libro es La red de las redes (Ediciones Continente).