Nada más que el gusto por el negro, en todo caso, se puede encontrar en correspondencia entre el título de la muestra Magia negra, de Pablo Ramírez, Luciana Val y Franco Musso, y el nombre de la novela que Paul Morand escribió en 1928, después de uno de sus tantos viajes. Magia negra, la novela, se trata, entonces, del encuentro de este poeta, escritor y diplomático, un modernista avant la lettre, un bon vivant de entreguerras, con las culturas del Africa subsahariana. Allí se fascina con los negros, tanto como se apasionaba con “los grandes hoteles internacionales, los transatlánticos, los trenes de lujo y los lugares de diversión nocturna”, según escribe Juan José Sebreli en Asedios a la modernidad. Un deleite por el hombre primitivo que hizo que se lo comparara con André Gide y su viaje al Congo, pero que no sentó base alguna, en tanto toma de conciencia, para que Morand, luego de la Segunda Guerra Mundial, se hiciera partidario del régimen de Vichy, colaboracionista nazi y fervoroso antiexistencialista.
Por lo tanto, el título de la muestra deja la referencia en ese campo liminar que, por suerte, no opaca ni por lejos el dramatismo y la intensidad de la puesta en escena con que los trajes de Ramírez dotan al espacio de arte. Es como caminar entre fantasmas de faldas inmensas de decenas de metros de tela y ajustadísimas cinturas. Deambular entre capas y sombreros, entre vivos y muertos, como en el segmento dedicado a Patria, la colección con la que el diseñador homenajea a los próceres. Entre los diseños de Ramírez y las fotografías de Val y Musso hay una sincronía mágica (aquí, tal vez, otro encuentro con el libro), no sólo por el trabajo en conjunto que vienen haciendo para campañas desde hace tiempo, sino por la luz perfecta, el encuadre asombroso y la posibilidad de continuar en la foto lo que Pablo quiere contar en los vestidos.
De eso se trata, también. De narraciones ficcionales que se susurran desde otros libros y autores. El texto que presenta la muestra, el de María Laura Carrascal, comienza con la cita de la película Casablanca. La segunda más famosa que no es “Play it once. Play it, Sam” sino “Siempre tendremos París”. En el universo de Ramírez puede que sea París pero, sobre todo, es el coronel Vallejo de Boquitas pintadas de Manuel Puig, la Andalucía de Federico García Lorca y los ambientes cerrados, las salas y los cuartos de baño de los cuentos de Silvina Ocampo. Esas locaciones, como territorios estéticos y mapas de sus fantasías, sirven para construir escenografías grandiosas y melodramáticas. La tragedia y la elegancia van juntas en este recorrido. Una nota alta que apunta a volver a contar los cuentos de las niñas de clase alta con sus institutrices que refieren al fin de la infancia. Volver a versificar las líneas de las mujeres solas de hombres, cargadas de amargura y de las pasiones en rojo sangre del gran Lorca; replicar los diálogos y las angustias de las Nenés de Manuel Puig, vestidas y peinadas para salir, dejando los batones de entrecasa sobre el sillón enfundado en nylon para que no se arruine.
En la buena tradición del modernismo que cosió arte y moda a fines del siglo XIX, casi como el último jirón que se desgarra en el siglo XXI, Ramírez, Val y Musso recrean ese vínculo. Donde no es necesario fijar los límites entre uno y otro. Por el contrario, pasar de uno a otro en un intenso intercambio. Liberar al arte del corset que le impone un circuito, un consumo y una recepción determinados. Refrendar la entrada de la moda al baile de modernidad. Para que dance, para que surja y experimente.