CULTURA
Los cien años de la Escuela de Frankfurt

Pensar en el abismo

En 1923, financiado por un mecenas germano-argentino, se fundó en Frankfurt un instituto de investigación –independiente de gobiernos y universidades– para analizar los comportamientos de la sociedad alemana entre la posguerra y el advenimiento de Hitler. Los postulados teóricos de este movimiento –Adorno, Horkheimer, Benjamin, entre otros– diseccionan todo el siglo XX y aun hoy, en este tiempo tecnoglobal, no aminoran su vigencia.

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Escuela de Frankfurt. | pablo temes

En 1923, hace cien años, en la ciudad alemana de Frankfurt, el mecenas germano-argentino de origen judío, Félix Weil, funda un instituto neomarxista de investigación. Weil, gracias a Hermann Weil, su padre, importante exportador en Argentina, dota de la financiación necesaria para investigar con independencia de las universidades, o del control ideológico de estructuras político-partidarias. Así nace un movimiento abocado a la teoría social y la filosofía crítica, con la significativa gravitación de Hegel, Freud y Marx.

La nueva corriente surge en un clima de expectativa revolucionaria por la revolución bolchevique, en 1917, y el nacimiento, en 1922, de la Unión soviética.

En el plexo de los intelectuales frankfurtianos vibra el pensar de Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, y también, en procesión cercana, Walter Benjamin y Erich Fromm.

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Entre las obras para introducirse en sus ideas se puede acudir a La imaginación dialéctica. Una historia de la escuela de Frankfurt (Taurus Humanidades, 1973), de Martin Jay, profesor emérito de Historia en la Universidad de Berkeley; La Filosofía Política de La Escuela de Frankfurt (F.C.E, 1977), de George Friedman (1973); El origen de la dialéctica negativa. (Siglo XXI, 1981), de Susan Buck-Morss; o Zona Urbana. Lecturas sobre Walter Benjamin, de Martín Kohan, reeditado por Eterna Cadencia, sobre los devenires del pensamiento benjaminiano.

Lo distinto entre Adorno y Horkheimer. En 1937, en Teoría crítica y Teoría Tradicional, Horkheimer perfila diferencias entre dos modelos de teoría.  La teoría crítica frankfurtiana detecta los intereses y condicionamientos sociales que subyacen al supuesto conocimiento objetivo. La teoría tradicional, por su parte, se funda en la creencia en un sujeto puro de conocimiento, libre de intereses y prejuicios, y emplazado en una irreal neutralidad valorativa.

La teoría crítica es rechazo de la sociedad alienada y de-shumanizada capitalista; es abrigo del arte como visión y conocimiento alternativo; es denuncia de la manipulación de la opinión pública desde engaños y eslóganes de una industria cultural anclada en los massmedia de posguerra: televisión, prensa radio, cine; es lucidez desmenuzadora de las fuerzas normalizadoras.

Y la teoría crítica siempre respira desde el poder de la negación: “El método de la negación, la denuncia de todo aquello que mutila a la humanidad y es obstáculo para su libre desarrollo, se funda en la confianza en el hombre”, asegura Horkheimer.

Y junto a Horkheimer, Theodor Adorno es representante esencial de la Escuela. De formación musical, goza con la vanguardia dodecafónica de Arnold Schönberg. Ya en la proa de la nave frankfurtiana, elabora una filosofía de la música. Rescata al objeto y la naturaleza ante el dominio del sujeto racional y funcional de la modernidad. Vuelve sobre Hegel, pero para refundar su dialéctica. Ya no una razón dialéctica que engulle la historia universal, y que reduce la realidad a conceptos que todo lo explican, y nada dejan afuera. En su caso, el pensamiento admite lo no conceptual. Es el Adorno de La dialéctica negativa (1966). Camino también al arte como lo que no puede ser reducido solo a conceptos. A diferencia del marxismo originario, que sondea al arte como efecto de una infraestructura de intereses económicos, en la visión adordiana el arte es autónomo, y es el cántaro de la utopía en su última obra sustantiva, La teoría estética (1970).  

El arte para Adorno es fuerza de vanguardia, de cierto “esoterismo”; su carácter difícil de ser entendido, escapa de la cultura de masas. El arte como refugio de la utopía protege un ser de otra manera, que se proyecta como posibilidad futura. Pero el pensador evita describir ese mañana utópico.

Y Adorno transita por las calles berlinesas, antes de la marea nazi, mientras Horkheimer, como presidente del Instituto, tempranamente abraza al psicoanálisis, como explicación del “cemento psicológico de la sociedad”; y, recuerda Jay, Horkheimer decide uno de los primeros objetivos de investigación social: “el estudio empírico de los trabajadores de la República de Weimar”. El porqué de la inclinación de las familias alemanas en posguerra a someterse al liderazgo de una personalidad autoritaria. Como Hitler. En esta senda colabora Erich Fromm con un método estadístico. Luego se aparta. Escribe El miedo a la libertad (1941). Aquí también busca entender la renuncia al ser libre.

 

La pasión de Benjamin. Y el tifón antisemita nazi obliga al exilio a los frankurtianos. Primero en los Países bajos; luego, en la Universidad de Columbia, en New York. Benjamín, por su lado, no quiere dejar Europa. No concibe respirar en una atmósfera cultural americana. Y entre los parpadeos de su inconformismo, escribe La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica (1936). Aquí reflexiona sobre el aura, el halo que imanta los objetos o los paisajes con el fulgor de un aquí y ahora intransferibles. No reproducible. Es la fuerza propia de las obras de arte en el horizonte antiguo que, a la vez, es presencia mágica y vehículo de culto y religión. 

La condición luminosa, lejana e inaccesible de las cosas con aura se desvanece en el tiempo de la reproducción técnica, a partir de la fotografía, o la litografía (impresión de una imagen en piedra o plancha metálica). Ahora, la copia importa más que el original. El cine testimonia este proceso. Es el arte sin aura por excelencia.

En su meditación sobre el arte mediado por la técnica,  Benjamin cree primero que el cine enriquece la percepción, y que inyecta conciencia crítica en el espectador. Una quimera. Bella ilusión entre los arreboles del atardecer. Eso siempre le asegura su amigo Adorno. El arte de masas no es llama transformadora. La advertencia adorniana rinde su fruto. Benjamin apaga su primer optimismo. Asimila entonces el cine a los planos breves, veloces, excitantes. Dice: “en el film la percepción por shocks se afirma como principio formal”. Lo que equivale a decir que, por esos shocks, lo cinematográfico busca absorber mejor la atención. Ya no hay compensación a la pérdida de aura con más percepción o conciencia. No al menos en el cine masificado.

El pensamiento de Benjamin también se fertiliza en su cruce con la cábala judía, a instancias de su amistad con Gershom Scholem, quien rescata la tradición cabalística olvidada o subestimada. Luego, Benjamin hace propio el marxismo, que impulsa sus olas en él a través de otro amigo: el dramaturgo Bertold Brecht. 

 

Y recorre las casas de antigüedades, gusta coleccionar juguetes, libros infantiles antiguos. Regresa a su infancia berlinesa, siempre redentora. Ama París, sus pasajes y galerías; y al flâneur, el aleatorio caminante de Baudelaire. La matriz de su El Libro de los pasajes, obra inconclusa centrada en la capital francesa. Y ve el futuro como viento aniquilador, y esperanza mesiánica…

Luego de la invasión alemana, y la ocupación de París, en 1940, acepta lo impensable: huir de la Gestapo. En una frontera, prefiere el cianuro a un calabozo de Hitler. Pero deja antes Tesis de filosofía de la historia (1940). Un ángel en una pintura de Paul Klee, ve hacia atrás. Distingue los cúmulos de dolor del supuesto progreso. Sentencia que la historia es escrita por los vencedores, garantía de olvido de los vencidos. A pesar de todo, sobrevive un punto de quiebre revolucionario por venir. La influencia en él de la veta mesiánica judía lo conduce a una espera. Por las aberturas del tiempo futuro, un tiempo lleno y no vacío, se introducirá el Mesías que asegurará el fin del ocaso. El nuevo amanecer.  Utopía final benjaminiana.

 

Entre Ulises y la razón instrumental. Adorno y Horkheimer se lamentan del fin trágico de Benjamin. Muchos los critican por su refugio norteamericano. Brecht los trata de burgueses. Pero su exilio es fructífero. En California, Adorno y Horkheimer dialogan. Piensan en sincronicidad. Fraguan La dialéctica del iluminismo (1944).

En otro rasgo típico frankfurtiano, los dos amigos pensadores conectan disciplinas: filosofía, poesía, historia, mitología. Y en La dialéctica del iluminismo piensan que la prehistoria de la subjetividad moderna late en la odisea homérica, en su canto XI. Alertado por Circe del peligro de las sirenas, Ulises ordena a sus marinos taparse los oídos con cera. Y a él, se lo ata al mástil. Las sirenas entonces cantan. Con seducción enloquecedora. Pero los marinos no dejan de remar. Y Ulises de escuchar. Pero sabe que controla la situación. Somete su cuerpo, su deseo. No se tira por la borda. Ese dominio de la naturaleza por Ulises incluye también “el dominio sobre los hombres”. En los cantos homéricos, los pensadores frankfurtianos encuentran la prefiguración de lo racional que calcula medios para un fin. Antecedente del tipo de razón imperativa en el tejido social moderno: la razón formal, instrumental, calculadora. No la razón emancipadora, que critica la deshumanización, y que denuncia la extinción del brillo humano.

Pero al pensar así, también sacuden los tinglados marxistas: la historia no la domina primero la lucha de clases, sino el conflicto previo, más primario, entre una subjetividad represiva y la naturaleza.

La utopía de Marcuse. Y en la posguerra, otra versión de la teoría crítica fascina auditorios juveniles allegados a la new left (la nueva izquierda), en los campus universitarios norteamericanos. La atracción: Herbert Marcuse, el que piensa El hombre unidimensional (1966), que todo lo reduce a lo operativo y práctico, y liquida la meditación sobre otra humanidad.

La popularidad  marcusiana por un lado lo presenta como auspiciador del Mayo francés, la sublevación, por un día, de estudiantes y obreros unidos en París, en 1960. Marcuse siempre rechaza esa atribución. Por otro lado, es la gran influencia de sus obras la que da mayor notoriedad pública a los otros pensadores frankfurtianos. Así se magnetiza de prestigio la Escuela de Frankfurt. Cuya teoría crítica, en realidad, son las varias versiones de esa teoría por cada pensador.

En su propia pensar, Marcuse libera aguas de dos cauces muy distintos que, sin embargo, confluyen en la bahía de su letra crítica: el psicoanálisis y el marxismo, en Eros y civilización (1955). 

Freud expresa su escepticismo en El malestar de la cultura (1930), ensayo metapsicológico, afirmación de que no hay civilización ajena a una represión instintiva original que inhibe la satisfacción del deseo. La felicidad, así, es sacrificada en beneficio del ritual civilizado, de sus leyes y límites, que exigen represión y adaptación. Pesimismo freudiano.

Y, para Marcuse, la represión que cimienta la civilización se funde con lo represivo alienante del trabajo proletario explotado denunciado por la crítica marxista. En su fase industrial, el capitalismo exagera la represión original, la sobreactúa, en un “principio de actuación”.

En su versión de la teoría crítica, Marcuse también abraza la dimensión estética. Como lo propone en la mencionada Eros y civilización, primero Orfeo canta. Orfeo, el gran cantor de la Grecia Antigua. Su música reencanta las cosas. Domina las fieras. Devuelve a la naturaleza su faceta de música y belleza. Distinto a su reducción a fría máquina.

La fuerza de lo estético, Marcuse la extrae de Schiller y sus Cartas de la educación estética del género humano (1795). Revive su distinción entre un “instinto sensual” (el humano sometido al cuerpo, la biología, la necesidad), y un “instinto de la forma” (lo sometido a la razón como principio ordenador). De estos dos instintos nace el instinto del juego. Por el que el humano ahora no vive solo bajo la necesidad. Es libre. Juega. Y ese juego es recuperación de la materia, y del cuerpo como placer. Erotismo. Y disfrute de lo bello.

El mundo así recupera su sensualidad. Su libertad, sin el sufrimiento del trabajo alienado, o el empobrecimiento de una vida deserotizada. Visión utópica que cumple la sentencia de Schiller: “no hay libertad política sin primero libertad estética”. La utopía enunciada de Marcuse es entonces pacificación de la existencia, el vivir en el reino del eros, el placer, la belleza. Una mejor vida, imaginada, deseada.

Pero Adorno y Horkheimer se abstienen de enunciar lo utópico. A la utopía hay que cuidarla. Pero sin decirla. Es un lugar a proteger, la apertura a otras formas de vida. Esta negativa a decir lo utópico, Martin Jay la relaciona con el judaísmo subyacente de estos pensadores. Para la cábala judía, el nombre de Dios es lo secreto, lo indecible. No puede ser dicho. De forma semejante, la utopía, el deseo de un mundo futuro mejor, no puede ser tampoco enunciado.   

 

La naturaleza mancillada y nueva utopía de la comunicación. Dos décadas después de la derrota de Hitler, Horkheimer regresa a Alemania. Dicta una serie de conferencias recopiladas en La crítica de la razón instrumental (1967). Aquí piensa en la naturaleza oprimida, el fascismo, el ocaso de la individualidad, la razón instrumental, o el concepto de lo filosófico crítico en el que se insiste en que “la negación desempeña en la filosofía un papel decisivo”.

 El destino de la naturaleza es paralelo a la del humano esquilmado en su dignidad. Horkheimer recuerda a un niño que le pregunta a su papá: “¿Para qué artículo hace propaganda la Luna”, lo que significa reducirla a objeto sin valor propio, en un proceso paralelo al hombre reducido a solo autoconservarse, a sobrevivir. Por eso, cuando el desarrollo de lo humano no es el centro, “el hombre intenta convertir todo lo que está a su alcance en un medio para ese fin”. Es decir, la supervivencia.

Y la razón crítica no solo piensa el ocaso de la naturaleza y lo humano. También la caída de los animales. Horkheimer ahora recuerda la noticia en un periódico que informa de aterrizajes en África obstaculizados por manadas de elefantes, y otros animales. Así los animales son considerados “simplemente como obstáculos de tránsito”. 

Una naturaleza recuperada en su valor propio supone otra relación técnico-científica con el entorno ambiental. Y la recuperación de la dignidad de la naturaleza, los animales y el humano son inseparables.

Horkheimer también ejemplifica la plasticidad intelectual frankfurtiana. En la última etapa de su vida dialoga con muchos teólogos con los que comparte la inquietud por la justicia como respecto de lo humano, y no solo reclamaciones vacías.

Luego de la muerte de sus referentes históricos, lo frankfurtiano continúa con el secretario de Adorno, Jürgen Habermas, y su Teoría de la acción comunicativa (1981), con su búsqueda de espacios de diálogo y acuerdo. Es decir, la recomposición del deseo utópico desde la comunicación, lo deliberativo y consensual. Y su defensa del proyecto de la ilustración, del movimiento iluminista del siglo XVIII, y su promesa de una racionalidad liberadora de guerras y autoritarismos. Sueño que muta en pesadilla como la demuestra la evidencia histórica.

 

La actualidad de un legado. Hoy, el pensamiento crítico frankfurtiano no dudaría en dar muestras de autocrítica, para evitar lo que siempre repudia: la cobra venenosa dogmática, que se niega a la evolución, el crecimiento, y la humildad de la autocorrección. Hoy, lo frankfurtiano es ejemplo de un pensar transversal, de la ruptura de compartimientos estancos, la fusión entre disciplinas, la creación de nuevas perspectivas desde la síntesis de  muchas perspectivas; es la defensa de la alteridad del arte y su fuerza  creadora, no como modas y mercado, o juego degradado de entretenimiento, sino como parte de un humanismo utópico, que imagina un mundo futuro  mejor, con el trasfondo siempre, en el presente, de la crítica de las opresiones, explotaciones, manipulaciones, analógicas o digitales, que amenazan con reducir lo humano a soplo espectral.

Hoy, la Escuela de Frankfurt criticaría el imperio tecno científico global como nuevo nivel de la razón formal e instrumental. Pero también defendería la innovación tecnocientífica en tanto sea fuerza al servicio del esplendor humano, y no su sofocación, dado que, como Horkheimer también postula: “para bien y para mal somos los herederos de la Ilustración y del progreso técnico. Oponerse a ello mediante una regresión a etapas primitivas no constituye un paliativo…”.

Y la vigencia de lo frankfurtiano es la decisión por el pensar independiente, que no se doblega ante las presiones de normalización, procedan de donde procedan. La posición incómoda del intelectual cuestionador, no protegido ni querido por el statu quo y sus beneficiarios. 

La independencia del pensamiento, que no se cansa de recordar el derecho a ser humano.

(*) Filósofo, docente, escritor, su último libro, La red de las redes (Ediciones Continente), web https://estebanierardo.com/ con acceso también a canal cultural en YouTube