CULTURA
Apuntes en viaje

Teléfono urgencia

En esa trenza elástica de relatos que tejimos en apenas unas jornadas nos vaciamos por dentro.

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Teléfono urgencia. | Marta Toledo

Mi amigo Germán atesora una dilatada ristra de frases que dispensa según la ocasión. Sentencias que de algún modo lo ayudan a cruzar las tinieblas de lo incierto que lo asfixian desde siempre. A escasos días de cumplir 60, enfermo de depresión, ya no ve a sus dos hijas que arañan los 40; nada más alejado de mi situación. Sin embargo, cada vez que lo hago no puedo liberarme del embrujo: el día que comiences a tocar la puerta del cuarto de tu hijo antes de entrar, es cuando empiezan los verdaderos problemas, me dijo alguna vez. ¿Qué significa? En ocasiones fantaseo con encontrar a mi hijo disfrazado de conejo, intercambiando manuales de operaciones de armas químicas con sus amigos de básquet. ¿Esos serían problemas? Germán solo alerta con la displicencia de aquel que tira la piedra y esconde la mano.

El jueves, cerca de la medianoche, entré a la habitación que mis hijos comparten en el departamento de CABA. Me detuve en el mayor, de quince años, recostado sobre el sillón, metido en unos calzones negros espantosos; manejaba al mismo tiempo y con similar dedicación la playstation, la notebook –junto al mouse– y el celular –manos libres– con el que mantenía comunicación con un amigo, que también jugaba a lo mismo que él. 

Al día siguiente, durante el almuerzo, les conté que en mi infancia, durante mi temprana juventud incluso, las comunicaciones eran muy complejas, y costosas. Cerré la historia acercándoles el último libro de Martín Kohan, ¿Hola? (Godot), en el que raspa con la solidez que lo abriga la tensión subyacente de la relación entre el teléfono y nuestras glándulas sensoriales. Una delicia.

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Con Manuel nos entendimos enseguida, como si nos conociéramos desde siempre. En esa trenza elástica de relatos que tejimos en apenas unas jornadas nos vaciamos por dentro. Lo conocí en marzo de 2020, en Wadi Rum, desierto jordano al que accedí a lomo del Mitsubishi Lancer que me permitió recorrer una considerable porción del país. La experiencia consistía en pasar cuatro días acampando en el núcleo del desierto en el que Peter O’ Toole paseó sus ojos flash para componer Lawrence de Arabia. Contemplar, leer, descansar, escribir tal vez. ¿Hablar? Una noche, mientras bebíamos un exquisito té moruno junto al fuego estrecho, me confió que hacía unos veinte años, mientras se encontraba de viaje por Perú, recibió una llamada en el hotel de Machu Picchu donde se hospedaba: la abuela estaba muriendo. De modo que trepó al primer vuelo a Santiago, pero cuando llegó era tarde: su abuela había fallecido. 

Tiempo después planificó un viaje que lo colocaría dos meses y medio en el interior profundo de la extensa, rural y conflictiva China euroasiática. El único pedido a su familia fue que llegado el caso, no lo llamaran. La salud de su padre languidecía y supuso que si en efecto algo ocurría, con suerte podría arribar a Santiago en cinco o seis días, dependiendo del azar de los tickets y del dinero disponible; además de tener que volar casi dos días cargado de angustia. Lo que no prendía en los cálculos fue la muerte del padre, repentina y alejada de su afección (sufría cáncer de colon, murió de un infarto). Aunque lo verdaderamente traumático para Manuel y su vínculo con el teléfono lo coloca con unos 6 años en el departamento que compartía junto a su madre y a su padre cerca de la Plaza de la Ciudadanía, en Santiago de Chile. Ellos habitaban el séptimo piso de un edificio de nueve. En el segundo vivía una tía abuela, una de las pocas personas que tenía teléfono, de manera que cuando sus padres necesitaban telefonear, descendían cinco pisos. Una tarde Manuel despertó de la siesta, arrimó el cuerpo hasta el cuarto de los padres. Su papá no estaba y su mamá yacía sobre la cama en camisón, con los brazos extendidos, las muñecas perforadas; en el piso de cerámica, el charco carmesí dibujaba formas evancescentes. Intentó en vano despertarla. Tomó el ascensor y oprimió el botón. Su tía tampoco estaba y entonces él, con seis años, quedó estrangulado en la encrucijada: subir e intentar ayudar a la madre o esperar a que llegara la tía, dueña del aparato que aseguraba la llegada de la ambulancia. No recuerda cuánto tiempo estuvo sentado delante de la puerta del departamento de la tía. Solo la angustia que masticó esas horas sabiendo que su madre moría a cinco pisos de distancia y él ahí, sin poder hacer nada más que esperar la llamada.