DEPORTES
roberto santoro

Un poeta en el cilindro

Era escritor, militante del PRT y fanático de Racing. El 1º de junio de 1977 se lo llevaron de la escuela donde trabajaba, en San Cristóbal. Desde entonces, esta desaparecido. Una historia de vida atravesada por sus tres pasiones: la poesía, el compromiso político y la academia.

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Era escritor, militante del PRT y fanático de Racing. El 1º de junio de 1977 se lo llevaron de la escuela donde trabajaba, en San Cristóbal. Desde entonces, esta desaparecido. | salatino

Ahí, justo ahí, en el empedrado que hace del cruce de Fraga y Olleros una esquina bien de barrio, bien de Chacarita, un pibito con la camiseta celeste y blanca va y viene con la pelota pegada a su zapatilla derecha. Gambetea y gambetea. Una y otra vez. No le importa en lo más mínimo que el partido esté lleno de tipos más grandes que él: si los tiene que dejar pintados, lo hace; si se tiene que pelear, tampoco tiene problemas; y si tiene que romper el arco, se anima a ponerla en un rincón para dejar boquiabiertos a los espectadores ocasionales. Ni hay obstáculos insalvables en la cancha improvisada ni hay motivos suficientes para que un pibito en plena adolescencia no sueñe con el gol imposible. Es el principio de la década del cincuenta en una Argentina que tiene a Juan Domingo Perón en el gobierno y a Racing en la cúspide del fútbol argentino. Es 1952, un año marcado por la muerte de Eva Perón, por el comienzo del viaje de Ernesto Guevara por América, por la publicación de El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, y por el estallido de la Revolución Nacional Boliviana. Sin embargo, en ese momento de picado jugado en serio, Roberto Jorge Santoro, que no sabe que será poeta, que será marido, que será cartonero, que será florista, que será papá y que será preceptor, sólo piensa en seguir gambeteando. Y en esa tarde a puro potrero, Santoro, que tampoco sabe que será un militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y que será desaparecido por una dictadura asesina, encara al que se le para enfrente con una identidad en la piel que le es bien propia y que lo acompañará el resto de su vida: la Academia.

Algunas identidades solamente se pueden entender si se cabalga hasta sus orígenes. A diferencia de la política, que para Roberto llegó sobre todo por el fuego de una época, el fútbol fue una patria que mamó desde la cuna. ¿Cómo no iba a ser futbolero si tenía en su papá y en su tío a dos símbolos que le transmitieron lo grandioso de llevar la pelota atada a las zapatillas? ¿Cómo no iba a vibrar con Racing si Salvador Santoro, su papá, un inmigrante venido a Buenos Aires desde Paola, un pueblo perdido en la región italiana de Calabria, le enseñó que apasionarse por esos colores era algo preciado y precioso? ¿Cómo no iba a ser de Racing si Juan Delisio, el hermano de Emilia Delisio, su mamá, era tan fanático de la Academia como para asegurarle que nadie en el mundo jugaba mejor que Norberto “Tucho” Méndez, aquel fenomenal insider derecho que fue tricampeón en 1951?

La literatura llegó antes que la política a la vida de Roberto. Y con la poesía conduciendo el movimiento. Empezó a escribir en la secundaria como para despuntar el vicio, sin saber que el ejercicio de edificar versos se le metería en el cuerpo para siempre. Pero su inquietud intelectual lo puso cerca de muchas cosas porque ser libre se vinculaba básicamente con eso: con conocer, con vivir, con aprender y con tragarse todas las oportunidades que se pusieran por delante. Durante su paso por la educación media, mientras perseguía chicas lindas y seguía soñando con goles imposibles, dedicó varias jornadas a ir al Teatro Colón a ver óperas del compositor italiano Giuseppe Verdi. Su relación inquebrantable con Racing acompañó desde cerca cada uno de esos pasos.

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Hay que decirlo: Roberto estuvo alejado de la Academia durante algún tiempo. No fue ni por desencanto ni por abandono. Sucedió que el servicio militar, obligatorio en aquel entonces, lo llevó a recorrer el mundo. Como hablaba francés, se le presentó la ocasión de dar vueltas, en barco y durante muchos meses, de continente en continente. Lo extrañó Dolores, lo extrañó su familia, lo extrañaron sus amigos y lo extrañaron sus compañeros de equipo. Cuando regresó, había una caravana en el puerto con una pancarta que sintetizaba sentimientos: “Bienvenido Toto”. Repleto de anécdotas, con un canguro de juguete en el bolso que terminaría años más tarde en las manos de Paula, su única hija, retomó la rutina que había dejado antes de partir: pensar y escribir, jugar y soñar, querer y animarse a más. Y en especial, volvió al fútbol.

En los inicios de la década del sesenta, Roberto tenía, como tuvo siempre, una curiosidad notable que lo hacía sobresalir. Fanático de archivar –“el bibliotecario del mundo”, le decían sus amigos–, compraba tres diarios por día y recortaba con una afeitadora las cosas que le interesaban para, luego de leerlas, guardarlas en cajas de zapatos. ¿Y qué le interesaba? Todo, o casi todo: fútbol y espectáculos, política y turf, ajedrez y economía. También coleccionaba la revista El Gráfico. Dolores, su mujer, agrega que, como si esto fuera poco, vivía con una libretita en la mano en la que anotaba y anotaba imparablemente. Podían encontrarse desde frases escritas en los fileteados de los colectivos hasta conversaciones de gente anónima que Roberto escuchaba en la calle. En ese contexto de búsqueda permanente, publicó su primer libro de poemas en 1962: Oficio desesperado. Lo siguieron El último tranvía (1963), Nacimiento en la tierra (1963), Pedradas con mi patria (1964), De tango y lo demás (1964) y En pocas palabras (1967). La literatura, a diferencia de lo que sucedería después, era en ese entonces para él algo bien distinto que la política. El mismo se ocupó de dejarlo en claro: “Ahora todo el mundo habla de literatura comprometida. ¿Compromiso? ¿Con qué y con quién? El único compromiso que tiene el poeta es el compromiso con la poesía. Si yo escribo un poema, escribo un poema y no un tratado de política. El hecho de que en la poesía se refleje la cosmovisión del hombre y por supuesto su problemática humana no significa de ningún modo que con el poema deba hacerse sociología, quiromancia o filibustería porque, cuando con el poema se hace otra cosa que no sea poesía, se hace justamente otra cosa”.

No hay datos concretos sobre su ingreso al PRT. Pedro Gaeta, amigo entrañable al que el Pelado conoció en Chacarita, lo calcula entre 1967 y 1968, aunque admite que puede haber alguna distancia entre su recuerdo y la realidad. La hipótesis más aprobada por quienes lo conocieron es que fue Humberto Costantini –gran escritor argentino que obtuvo el Premio Casa de las Américas por su novela De dioses, hombrecitos y policías– el que lo acercó a la organización conducida por Mario Roberto Santucho. Aunque a más de uno le pueda costar creerlo, todavía el empedrado de la calle Fraga tiene marcas de la bicicleta con la que Costantini, futbolero pero con otra camiseta que Santoro, como revela su poema Porteño y de Estudiantes, visitaba los sábados la casa de Santoro para charlar sobre la dictadura de Juan Carlos Onganía y las novedades de la poesía en Europa. Acaso también hayan hablado acerca de los inolvidables duelos entre la Academia y el Pincha.

La noticia de la que nadie quería enterarse llegó el 1 de junio de 1977, justo un año antes de que la Argentina de los dictadores inaugurara su mundial de fútbol. De la escuela donde trabajaba, ubicada en Saavedra 749, en el barrio de San Cristóbal, un grupo de tareas, que ingresó con la excusa de ser familiares de un alumno, se lo llevó para siempre.

Teresa, la hermana de Dolores, que también cumplía funciones en el colegio, fue la que avisó. Emilia, la mamá, recorrió las comisarías de la zona hasta que la mandaron a hablar con un juez. Pero nada. Igual, ella se levantó el resto de sus días jurando que iba a ver volver a su hijo. Dolores, por la impotencia y por el temor, decidió romper todos los cuadernos que estaban en su casa y se le ampollaron los dedos de tanta tristeza. Gaeta, ese mismo día, por esas casualidades del destino, le envió a su amigo una postal desde París. No se imaginó que el Pelado nunca la iba a poder mirar. Neneca, harta de llorar pero decidida a no olvidar, optó por preservar la pieza de su hermano tal cual estaba. La foto del Equipo de José quedó en su lugar.