DOMINGO
LIBRO

El santo más transgresor

Gauchito Gil: una leyenda popular que mueve multitudes.

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Como cada 8 de enero, miles de devotos del Gauchito Gil se congregaron en Mercedes, Corrientes. En Santos ruteros Gabriela Saidon cuenta la historia de este santo pagano y de la Difunta Correa. | cedoc

Cuenta la leyenda que fue el 8 de enero de mil ochocientos setenta y tantos. El degollado se llamaba Antonio Mamerto Gil Núñez. Su verdugo, Juan de la Cruz Salazar, coronel indio, lo había colgado de la rama de un algarrobo que crecía junto al camino, boca abajo, para no verle los ojos.

Antonio Gil se había negado a ir a la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay, o había escapado, después de que Dios le ordenara, en sueños, no derramar más la sangre de sus hermanos. Lo buscaban por desertor y por gaucho matrero: robaba animales a los hacendados para repartir entre los pobres, que le ofrecían caballos, escondite y silencio. Cuentan que lo agarraron porque el 6 de enero, noche de Reyes, él y dos secuaces habían estado en un baile en honor a San Baltasar, el santo de los negros, en casa de la brasileña Zía María en Paiubre, hoy Mercedes, Corrientes, y dejaron sus huellas, o alguien los vio y avisó, o el gaucho se quedó dormido y lo encontró la patrulla que lo seguía.

Sea como fuere, aquel 8 de enero, Gil, colgando boca abajo del algarrobo, le pidió a Salazar que lo degollara con su propio cuchillo y le advirtió que, cuando llegara a su casa, iba a encontrar a su hijo enfermo, pero que él lo iba a curar. Salazar enterró el cuchillo y la sangre de Gil cayó junto con un collar del que pendía un talismán de San La Muerte, labrado en hueso. Dicen que la sangre del gaucho desapareció al tocar la tierra, sin dejar rastros.

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Cuando Salazar llegó a su casa encontró a su hijo enfermo. Desesperado, volvió al sitio en el que había degollado a Antonio Mamerto Gil Núñez, lo enterró al pie del algarrobo, y colocó una cruz. La sanación del hijo de Juan de la Cruz Salazar, indio, coronel y verdugo, fue el primer milagro del Gauchito Antonio Gil.

El santuario, en el lugar del degüello, se alza en la banquina de la ruta 119, en el mojón 101, a ocho kilómetros de la ciudad de Mercedes, provincia de Corrientes, puerta de entrada a los Esteros del Iberá. La leyenda llegó al siglo XX diciendo que el dueño del campo donde degollaron a Antonio Gil decidió desenterrar el cuerpo, porque los devotos invadían sus tierras, y llevarlo al cementerio. Pero empezaron a morir sus animales, las cosas le fueron mal, y tuvo que reponer los restos al lugar del que los había sacado. La leyenda dice también que, justo enfrente, está enterrado Salazar, y que en esos campos nada crece y todos los emprendimientos fracasan.

Cada 8 de enero en el santuario hay fiesta con chamamé, vino y compraventa de merchandising. Largas filas de promesantes esperan horas bajo el sol o bajo la lluvia para pedir o para agradecer al santo de pelo negro, vincha, pañuelo rojo, chiripá y boleadoras. Prenden velas, dejan ofrendas y donaciones, hacen bendecir imágenes y anillos de compromiso. En 2011, según cálculos del Centro Recreativo de Devotos Cruz Gil, en solo tres días (6, 7 y 8 de enero), quinientas mil personas participaron de los festejos. (...)

Los arrieros, seguidos por los camioneros, los choferes de micros de larga distancia, los automovilistas, los aviadores, los marinos, los ciclistas y los motoqueros, convirtieron a la Difunta Correa en la santa protectora de los viajes por tierra, mar y cielo.

Lo mismo ocurrió con el Gauchito Gil, primero entre quienes navegaban por los ríos, después con los hombres de a caballo y, más tarde, con los conductores de los vehículos que pasaban por Mercedes rumbo a Corrientes, Misiones o Paraguay.

Durante décadas, la Difunta Correa tuvo el monopolio de la popularidad entre los viajeros. Fotos, placas con agradecimientos, velas, flores, pero sobre todo botellas, la ofrenda principal y símbolo de la santa de la sed, se acumulan aún en los altares ruteros, en los cuales casi siempre hay un cartel que aconseja ver a la santa en su propia casa, en Vallecito: “Visite Difunta Correa”.

Pero desde mediados de la década de 1990, el Gauchito Gil ha ganado las rutas y desde allí ha penetrado en las grandes ciudades, concentrándose en autopistas, calles y predios del Gran Buenos Aires, convirtiéndose en el santo pagano más popular del país. Primero de a poco y ahora de forma imparable, las botellas y altares de una madre abnegada empezaron a ser desplazados por los trapos rojos de un gaucho matrero y desertor.

Y esta es, o intenta ser, una crónica de ese desplazamiento. (...)

La chica de la moto estaciona sobre la vereda irregular, baja, se quita el casco, descuelga la mochila pesada, entra al santuario, se persigna y se sienta en un banco, frente a la imagen del Gaucho tamaño natural. La imagen está rodeada de patentes de automóviles y fotos de hombres inclinados sobre el lateral de su Torino, o de su Peugeot, el brazo apoyado en el techo. La chica de la moto permanece unos minutos quieta, los ojos entornados, la cabeza inclinada. Usa pantalones cargo verde militar y una musculosa blanca. Se levanta, da unos pasos, estira la mano y la apoya en la mejilla fría de la estatua del Gaucho. Vuelve a persignarse, lanza una última mirada. Sube a la moto, se calza el casco y la mochila, patea el pedal varias veces, se va.

Cada devoto del Gauchito Gil elige un santuario: la oferta es generosa, sobre todo en el Gran Buenos Aires, donde viven diez millones de personas, una cuarta parte del total de los argentinos. Los santuarios más grandes tienen dueño, como este, en Los Troncos del Talar, General Pacheco, en la intersección de la Ruta 197 y las vías del Ferrocarril Mitre. Está precedido por un gran Cristo de cemento emplazado en una plazoleta, junto a una hornacina donde hay una imagen de la Virgen de Luján.

Este es el santuario que eligió Jorge para demostrar su devoción, de modo que es justo que sea el punto de partida de este viaje. Antes de partir hay que cumplir el ritual de pedirle protección al Gauchito Gil. Como los griegos se lo pedían a Hermes que, además de proteger a los viajeros, era el dios de los poetas, los atletas y los ladrones. Me gusta pensar que este gaucho correntino también lo es.

Aquí las imágenes del gaucho, de distintos tamaños y con algunas variantes, se multiplican y se organizan en espacios temáticos. Hay un gaucho para los automovilistas, otro para los vicios, otro para las donaciones: quien quiere dejar de fumar o de beber deposita un atado de cigarrillos, una botella de vino o un tetra brik, siempre cerrados; quien quiere convidar al santo, por el contrario, le deja un cigarrillo encendido o una botella abierta; quien quiere donar ropa o comida, deja la donación, que luego se repartirá en el barrio, al pie. Pero a todos los modelos los devotos les encienden las mismas velas coloradas.  (...)

En un encuentro que tuvimos, antes de emprender el viaje, Martín “el Mono” Fabio, el líder del grupo de Quilmes, me contó cómo conoció al Gauchito Gil y todo lo que pasó después.

–Fue una tarde de 1999. No me acuerdo a dónde íbamos a tocar. Lo que sí me acuerdo es que, de pronto, el micrero, Pipa, estaciona en la banquina, se baja y cruza.

No entendíamos nada, en esa época se veían pocos santuarios en la ruta. Ahora se quintuplicó, como el Che Guevara. Vimos que el Pipa agarraba algo y dejaba otra cosa, y cuando volvió y arrancó, le pregunté, y me expli-có todo sobre el Gaucho Gil. (...)

Después de conocer esa historia empezó el proceso de conversión. Ahora, cada vez que pasan por el altar del kilómetro 82, paran, juegan al juego del intercambio que Pipa les enseñó aquella primera vez: dejar una cinta, llevarse una cinta. Dejan una imagen del gaucho “que ya cumplió su ciclo” y se llevan otra. El ritual de la visita es mencionado en el tema de Kapanga Locos, de 2004. (...)

Mi misión del día es encontrar al padre Julián Zini, que está muy lejos de aquí. Todo lo que sé hasta ahora de Julián Zini es que es un cura correntino, chamamecero, devoto y difusor del culto al Gauchito Gil. Ha compuesto dos chamamés dedicados al santo que cuentan su historia. Exagerando, Zini sería el José Hernández de Antonio Gil.

No tengo muchas esperanzas de ubicarlo porque cuando lo llamé por teléfono diciéndole que viajaba al santuario de Mercedes, me dijo: “No, estos días no voy a estar, estoy yendo a Monte Caseros y luego a Misiones”.

Como Monte Caseros es camino a Mercedes, vale la pena el intento. La ciudad ubicada en el sur de Corrientes está a 595 kilómetros de Buenos Aires; desde este punto de la ruta, Ceibas, Entre Ríos, faltan 438. Escurridizo, el cura no contesta mis llamados. Pero soy obcecada. (...)

En esas banquinas a estrenar se fue instalando, en cambio, el Gauchito Gil, santo no solo del asfalto, sino también de las nuevas pistas virtuales, como muestra la proliferación de grupos en Facebook, sitios web, clasificados online, videos en YouTube. La página santogauchitogil.com reúne la mayor cantidad de devotos que dejan mensajes y cuentan sus historias personales.

Hay pedidos muy específicos: una operación, un examen, un trabajo mejor, la casa, que el hijo pase de grado, que liberen al hermano preso, que el marido abandone el vicio o que deje de ser golpeador. En el mismo portal, un devoto escribió su historia de amor en seis cartas seriadas dirigidas al Gauchito Gil. Es un enamorado que vive esperando que su amada deje a su marido en Paraguay y viaje a Buenos Aires para instalarse con él. Aquí van tres de esas cartas, fragmentos de una novela posible. (...)

A pocos kilómetros de la salida de Concepción del Uruguay, sobre la ruta provincial 42, se alza el primer santuario de proporciones, diferente de los que se esparcen en las banquinas. La figura de este Gaucho está cubierta por un poncho rojo con ribetes negros. Junto a algunas velas apagadas alguien depositó dos galletitas Lincoln (¿un chico?). Una figura de la Virgen de Itatí, la patrona de Corrientes, que suele acompañar al Gaucho, convive con botellas de vino y tetrabrik de Termidor, Pico de Oro y Talacasto. Hay dos zapatos de hombre acordonados, un zapatito de nena beige y una camisa. Casi que uno podría reconstruir allí un asesinato perverso. Abundan las botellas de plástico y de gaseosas: el Gauchito Gil también adopta la iconicidad de la Difunta. Hasta en eso le avanza. (...)

La costanera de tierra bordea un bulevar arbolado junto al río Uruguay. Los colores se apagan perezosos en el cielo y la baja velocidad de la motorhome y el silencio son reflejos exactos del cansancio. De pronto distingo a un grupo de músicos tocando chamamé. Guitarra, bandoneón y voz. La cantante y el bandoneonista están sentados en uno de esos bancos de cemento que se distribuyen en el paseo frente al río. La mujer tiene pelo corto y anteojos. Frente a ellos está el guitarrista, y en la punta, de espaldas a la avenida costanera, un hombre semicalvo, canoso. Sé que es él al ver la Trafic estacionada que lleva, en la puerta trasera, ploteado su nombre: Julián Zini.

Junto a su nombre, el de su productor, Marcelo Benítez, y el de su grupo de chamamé: Neike Chamigo. Sobre la voz de la mujer, sobre las notas de la guitarra y el bandoneón, el padre Zini habla. El no canta, no toca: recita.

Le pido a Jorge que detenga la motorhome, me bajo, me acerco al productor y le explico que yo fui la que estuvo llamando insistentemente al cura, que tal vez él ahora tenga unos minutos para hablar conmigo acerca del Gauchito Gil. El productor dice que espere. Cuando termina el recitado, le susurra a Zini unas palabras al oído mientras los músicos no paran de tocar.

Entonces Julián Zini se pone de pie y se acerca. Usa una camisa celeste pastel, de cuello mao, y pantalones negros. Un atuendo mucho más cercano a la sotana que el que luce en las bailantas del Gran Buenos Aires, cuando calza boina, camisa y bombachas, siempre con la imagen del Gauchito Gil y de la Virgen de Itatí en el escenario. (...)

Julián fue el quinto. Nació en el norte, en Playadito, en la frontera entre Corrientes y Misiones, el 29 de septiembre de 1939.

—Soy correntino de las misiones –sintetiza Zini.

Fue esa marca fronteriza y de mezcla, haber nacido en una provincia pero haber sido anotado en la otra, ser hijo de correntino descendiente de italianos y de misionera criolla, lo que tal vez marcó su doble destino de cura y chamamecero, de religioso devoto de la Virgen de Itatí y de un santo que su Iglesia no reconoce. Se crió a pocas cuadras del lugar en el que estamos hablando, en el paraje Cambaí, a orillas del río Miriñay. A solo cuatro cuadras, en el cementerio de Monte Caseros, están enterrados sus padres. La historia sigue a los 9 años cuando, con esa cruz imponente en la memoria, el cura de la iglesia local le preguntó si quería estudiar en el seminario. La respuesta del niño fue: hable con papá. A Leoncio no le hacía gracia, pero...

—Eramos pobres, papá en ese entonces trabajaba matando langostas en el Ministerio de Agricultura, siete hijos que alimentar, entonces el cura lo convenció de que me mandara al seminario; si salía cura, mejor. Si no, al menos me quedaba con el estudio.

—Y salió cura.

—Dios lo quiso así.

A los 10 entró en el seminario de Corrientes, alejándose de su familia. Cada quince días le llegaba una carta de su madre, siempre el mismo comienzo: “Ruego a Dios, a la Virgen y a todos los santos que, al recibir la presente, te encuentres bien, mi hijo, gozando de buena salud vos y todos los que te rodean...”.

Fue ordenado sacerdote en 1963 por Alberto Devoto, primer obispo de Goya. Acaso fue la época: en 1967 formó parte del Movimiento de Sacerdotes del Tercer Mundo, que en la Argentina de la década de 1970 se involucró con las tendencias revolucionarias a través de la teología de la liberación y que derivó en el movimiento de los curas villeros. En esos años, Zini había decidido investigar ese fenómeno, todavía incipiente, del Gauchito Gil. (...)

Junto con su afán por el cambio social, despuntó entonces su condición de chamamecero y, en 1970, compuso Antonio Gil y La Cruz Gil, dos temas dedicados a reconstruir la leyenda del santo, que se hicieron tan populares en el universo Gaucho Gil que hoy suenan como música de fondo en todas las fiestas del 8 de enero en el santuario de Mercedes. (...)

La ciudad de Mercedes ocupa el corazón de la provincia de Corrientes, un corazón mojado, irrigado por el pulmón acuoso de los Esteros del Iberá. En esos espacios de montes arbolados, islas flotantes y pantanos, actuó, de haber existido, Antonio Gil. Los Esteros del Iberá y el Gauchito Gil representan los dos principales atractivos turísticos de Mercedes. Hoy, constituyen la fuente de ingresos más importante de  la ciudad a orillas del arroyo Paiubre. (...)

Augusto Cabrera, el jinete al mando de la cabalgata que partirá (...) hasta el santuario, ronda los 50, está vestido de gaucho, tiene el pelo oscuro y mientras habla gesticula mucho.

—El 8 de enero de 1983 empezamos con las cabalgatas. Hasta ese momento, las peregrinaciones se hacían en auto, o a pie, hasta que en un asado nos hicimos el planteo: por qué no ir a caballo si somos gauchos.

—¿Y donaron algún caballo?

—No, no, caballos no. Vehículos se han donado. (...)

No es que esta tarde del viernes 7 de enero ya haya 500 mil personas en el santuario que se erige en la banquina, en el mojón 101 de la ruta 123, a ocho kilómetros de la ciudad de Mercedes, pero a medida que uno se acerca la cantidad de gente impresiona. Si bien el día del gaucho es mañana, la mayor parte de los promesantes ya se instaló en los alrededores y todos esperan que llegue la medianoche, la hora señalada para empezar a festejar. Vienen de lejos, sobre todo del Conurbano bonaerense.

Familias enteras, parejas, grupos de amigos, micros repletos han recorrido los 700 kilómetros que separan Mercedes de Buenos Aires para tocar al santo y participar de los festejos que se extienden hasta el domingo, con bailanta y consumo de souvenirs, asado, mate, cerveza y vino.

Una gran estatua del gaucho sobresale en el predio, delimitado por alambre. Sobre la banquina hay corderos vivos en un corralito, delante de una de las casas de la villa que se extiende hacia el sur y que el intendente Molina calificaba de “incontrolable”. El cuero de un cordero ensangrentado cuelga sobre el alambre del corral, secándose al sol. El animal se cocina, lento, sobre una parrilla montada en la tierra.

En el predio, dos filas de devotos, abigarradas, avanzan lentas hacia el santuario donde está el altar. Hace más de cuatro horas que esperan para tocar al Gauchito Gil. A la izquierda del santuario hay un museo de objetos donados por los fieles, y el santuario está rodeado por una serie de puestos comerciales. Los puestos “oficiales”, que alquila la Comisión del Centro Recreativo de Devotos Cruz Gil, son quince y están bajo el espacio techado que rodea el santuario, pero si se les suman los no oficiales, que se distribuyen en el camping y la banquina, suman unos 45. Los menos oficiales de todos son mantas sobre la tierra o el asfalto.

El camping, que se extiende hacia la derecha del santuario, está atestado de carpas, micros, camiones y casas rodantes, y varias pistas de baile armadas bajo pequeños toldos. Entre el camping y el santuario hay un escenario para los grupos de chamamé. Allí funciona la pista principal, techada. La temperatura busca los 35 grados a la sombra y el sol se diluye apenas detrás de algunas nubes.

Son las vísperas y todo, hasta el aire, se viste de rojo. (...)

Una luna creciente muerde el borde inferior del horizonte, como si mordiera la punta de una sábana. Cae una estrella fugaz. Son las doce y los fuegos artificiales hacen estallar el cielo. Casi un millón de ojos miran a lo alto, miles de cuellos torcidos, de bocas abiertas, de voces que las bombas tapan. Se pierde un sapucay. Las doce han dado y se mueve. Los fuegos atraviesan las nubes dispersas, compiten con las estrellas estáticas. La luna ya es un recuerdo. Todos miramos hacia arriba, de pie en la banquina, en las sillas desplegadas junto a los micros, junto a las carpas, junto a las mantas en las que brillan collares y pulseras, junto a los puestos de remeras con inscripciones de ingenua obscenidad que trajeron dos pibes del Gran Buenos Aires.  (...)

A las seis de la mañana del sábado 8 de enero, el cura Luis María Adis da misa por el difunto en la Iglesia de la Merced, en el centro de la ciudad de Mercedes. Hace treinta años había que disfrazar la imagen para que fuera bendecida. Ahora, Augusto Cabrera, el líder de la cabalgata que pronto recorrerá ocho kilómetros hasta el santuario del Gauchito Gil, porta sobre el hombro la cruz peregrina, esa gran cruz guaranítica de doble tabla transversal, acompañado por los demás jinetes. La cruz, los chalecos, pañuelos, bombachas y banderas, todo es colorado: una imagen entre festiva y diabólica.

 

Título Santos ruteros
Autora Gabriela Saidon
Editorial Tusquets

Datos sobre la autora

Gabriela Saidon nació en Buenos Aires. Es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires.

Como periodista trabajó en editorial Perfil, escribió para los diarios El País de Montevideo, Sur y El Cronista. Fue editora en Educación, Espectáculos y en la revista Ñ del diario Clarín.

Entre sus obras se incluyen La montonera. Biografía de Norma Arrostito. La primera jefa de la guerrilla peronista, Cautivas y Memorias de una chica normal.