En mayo de 2016, el decreto 656, que invocaba la necesidad de que la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) maximizara y optimizara “sus capacidades para enfrentar con la mayor eficacia posible el fenómeno cada vez más intrincado de los delitos complejos como lo son, dadas sus particulares especificidades, el terrorismo, el narcotráfico”, entre otros, convirtió en secreto el presupuesto total de la AFI (1.450 millones de pesos para 2016).En ese mismo mes, a través del Ministerio de Seguridad y la Embajada de Israel, el gobierno organizó un encuentro cuyos ejes temáticos giraron, entre otros, en torno al terrorismo y el narcotráfico.
Precisamente, ambos términos tienden a aparecer juntos. Si la palabra-tema más recurrente en los discursos, pronunciamientos y comunicados en materia económica del gobierno actual, dentro y fuera del país, ha sido “inversiones”, en el terreno político-diplomático la palabra-tema que más caracterizó las expresiones del presidente Macri ha sido “terrorismo”. En su viaje al Foro Económico Mundial en Davos, Suiza, en enero de 2016, Macri manifestó su interés en reforzar las relaciones con los Estados Unidos: en una conferencia de prensa afirmó que “estamos listos para trabajar juntos” con Washington en temas como “el terrorismo”. A raíz de la visita al país del entonces primer ministro de Italia, Matteo Renzi, el 16 de febrero, Macri expresó: “Además hay una agenda, Matteo, que se impulsa en el mundo y de la cual queremos ser parte, que es la lucha contra el terrorismo”.
El 1º de marzo, en la apertura de sesiones del Congreso, el presidente mencionó el interés de la Argentina en ser parte de la “solución de cuestiones globales” tales como “la pelea contra el terrorismo”. El 15 de marzo, en la apertura del Congreso Judío Mundial en Buenos Aires, dijo que “la vuelta de la Argentina al mundo es para sumarse a todas las batallas”, entre ellas “la lucha inclaudicable contra el terrorismo”. El 30 de marzo, durante la Cumbre de Seguridad Nuclear realizada en Washington, aseveró que “los esfuerzos internacionales para terminar con el flagelo del terrorismo no son suficientes”. En junio llamó por teléfono al presidente de Rusia, Vladimir Putin, a raíz de la celebración de los 125 años de relaciones bilaterales: según informó la agencia oficial de noticias Télam, ambos mandatarios se comprometieron a cooperar en la lucha contra “el terrorismo”. El 7 de julio, en el marco de la visita al país del jefe del Ejército de Rusia, Oleg Salyukov, el Ministerio de Defensa emitió un comunicado en el que señaló el diálogo del ministro Martínez con el visitante y la necesidad de “intercambiar conocimientos en temas como la lucha contra el terrorismo”.
En resumen, resulta evidente que el conjunto de anuncios, pronunciamientos, acciones y medidas apunta en la dirección de “argentinizar” la guerra contra las drogas en el contexto de las denominadas “nuevas amenazas”.
En la segunda parte de 2016, todo lo señalado comenzó a adquirir una forma más precisa. En efecto, en agosto el gobierno presentó el plan contra las drogas llamado “Argentina sin narcotráfico”.
En el anuncio del plan, el presidente Macri fue claro y enfático. Dijo: “Tenemos que ganar esta guerra”. Lo curioso es que el gobierno decidió emprender esa cruzada justo cuando América Latina se apresta a abandonarla. Hoy la región busca y aplica políticas públicas alternativas sustentadas en la experimentación, la regulación estatal y la reducción de daños. En el marco de esta discrepancia, algunos elementos de “Argentina sin narcotráfico” merecen atención. Primero, no parece distanciarse mucho de lo planteado hace un cuarto de siglo. En efecto, en 1991, el decreto secreto 717 estableció el Plan Nacional contra el Tráfico Ilícito de Drogas a cargo de la Secretaría de Programación y Coordinación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el Narcotráfico. En el preámbulo se afirmaba el carácter transnacional del fenómeno y el grave riesgo en que se encontraba el país. La eliminación del narcotráfico era la meta principal; en pos de ella, se afirmaban como prioridades la coordinación federal así como la cooperación internacional y la normalización de las estadísticas; la concreción de planes operativos terrestres, fluviales, aéreos y marítimos contra las drogas, y la colaboración entre todas las fuerzas de seguridad en el combate antinarcóticos. El “nuevo” plan de 2016 apunta a lo mismo y, como el de 1991, carece de precisión sobre los indicadores que servirán para evaluar la efectividad de la lucha que propone.
Segundo, el plan estará a cargo del Ministerio de Seguridad. Esto indica que se ha elegido la opción más “securitizada” para el manejo del tema, lo que dista de ser un dato menor. En otros países, la agencia o ministerio que lidera los planes contra las drogas se ubica, por ejemplo, en el Ministerio de Justicia (Canadá y Brasil), el Ministerio del Interior y Justicia (Colombia), el Ministerio de Sanidad y Política Social (España), el Ministerio de Salud (Portugal), la Subsecretaría en la Presidencia del Consejo de Ministros (Italia), y la Oficina de la Presidencia (Estados Unidos).
Tercero, el plan contempla varios “compromisos”, algunos de ellos muy valiosos, como la relevancia otorgada al desafío del paco, la conformación de un mapa georreferenciado del narcotráfico y el propósito de incrementar los fondos para la prevención. Sin embargo, no se menciona cuánto se invertirá, en conjunto o de manera específica, en los programas enunciados. Dada la situación fiscal, es difícil suponer un mayor desembolso para reducir la demanda.
Cuarto, se destaca la importancia, en el futuro, de la confiscación de bienes, pero sin precisar cómo se prevé el real desmantelamiento financiero del negocio. Según el mencionado informe sobre drogas del Departamento de Estado de los Estados Unidos de 2016, la performance de nuestro país en el lavado de activos ha sido muy magra.
En quinto lugar, se pretende perseguir con más vigor al narcotráfico mediante el despliegue de “grupos especiales mixtos” compuestos por fuerzas federales y provinciales, pero sin introducir reformas a los cuerpos de seguridad. La policía, en particular, es parte del problema de las drogas, pues cumple un papel crucial en la regulación mafiosa del negocio.
Es evidente que el país tiene un problema con las drogas, pero enfrentarlo supone, en primer lugar, un buen diagnóstico que permita elaborar una estrategia y diseñar un plan. El anuncio “Argentina sin narcotráfico” no parece ser producto de un diagnóstico profundo y mantiene el desequilibrio de las estrategias anteriores: mucha promesa de mano dura y algo de apoyo para sectores vulnerables. La quimera de erradicar en vez de contener el fenómeno de las drogas atraviesa el plan. El abordaje desde la seguridad no permite identificar qué capacidades estatales deben privilegiarse. En suma, parecería que el apuro por reivindicar la guerra contra las drogas impidió elaborar un mejor plan antinarcóticos.
Pero quizá lo que de manera simbólica muestra la brecha entre una Argentina que se empeña en una cruzada antinarcóticos y un gradual giro en el continente en materia de drogas se produjo el 8 de noviembre de 2016. Ese día se publicó oficialmente la Ley 27.302, que modifica el Código Penal y que contempla, entre otros, que “será reprimido con prisión de cuatro (4) a quince (15) años […] el que sin autorización o con destino ilegítimo a) siembre o cultive plantas, o guarde semillas […] para producir o fabricar estupefacientes”.
En esa misma jornada, cuatro estados de los Estados Unidos aprobaron la legalización de la marihuana (California, Massachusetts, Maine y Nevada), a la que equiparaban con el consumo de alcohol para mayores de 21 años, mientras en otros cuatro se legalizó la marihuana para fines medicinales (Florida, Montana, Arkansas y North Dakota).
Lo que (quizá todavía) se puede contemplar
Tener una estrategia para enfrentar el problema de las drogas implica una decisión política: o se confía en la mano dura para lograr la quimérica supresión plena del narcotráfico, o se opta por abrir la mente para encontrar soluciones que reviertan su influencia de manera paulatina.
El paradigma prohibicionista que sigue vigente en el plano global y nacional no se ha alterado, y persisten variaciones de la guerra contra las drogas. Como indica Renee Scherlen: “Avanzar hacia el fin de la política de guerra contra las drogas implica reformular los términos. Cuando el público y los políticos acepten más riesgos, el apoyo al statu quo se evaporará”.
En realidad, y tal como subraya Peter Reuter, modificar la política antidrogas vigente es muy complicado, pues se combinan temor ciudadano, inercia burocrática y susto político: dicho con otras palabras, la aprensión de la sociedad al cambio; la rutina del funcionario que no procura innovar; y el pánico de los políticos a perder adeptos refuerzan la continuidad de visiones y prácticas punitivas.
Por lo tanto, el objetivo esencial de una mirada y una praxis alternativas es avanzar mediante reformas incrementales, razonables y sostenibles. Para esto resultan indispensables dos tareas.
Por un lado, acordar un conjunto básico de principios, entre ellos fortalecer el Estado e incrementar y mejorar sus capacidades civiles. A menor Estado, más criminalidad organizada o desorganizada. Un Estado debilitado se convierte, en el mediano plazo, en un Estado cautivo del poder narco. En cambio, un Estado dotado y apto desarrolla políticas públicas sólidas y sostenibles, en especial hacia la delincuencia, esté o no ligada al negocio de las drogas.
También, proteger a los más afectados. Una buena política antidrogas no pasa por castigar a más individuos y grupos, sino por reconocer a los más perjudicados y vulnerables y apuntar a su protección. Estos últimos carecen de atributos de poder y son objeto ocasional de discursos, pero no sujetos claves de atención. Sancionar y aumentar penas parece ofrecer dividendos electorales; prevenir y sanar no generarían resultados equivalentes. Invertir esta dinámica es primordial.
Por otra parte, es necesario contener el fenómeno. La meta de una “sociedad libre de drogas” es irrealizable y peligrosa. La contención no es sinónimo de derrota sino señal de realismo. Se trata de reducir el avance y atenuar el impacto del narcotráfico.
También, reafirmar la cohesión ciudadana. El negocio de las drogas es muy tentador por la riqueza abundante que produce. Asimismo, el consumo abusivo se manifiesta en áreas y grupos que han padecido la falta de oportunidades y las fracturas sociales. Ante ese doble desafío es clave propiciar medidas e implementar acciones que recuperen la solidaridad y reviertan la desigualdad.
En el mismo sentido, revaluar las políticas. Uno de los graves errores de los cruzados antidrogas es su inflexibilidad: piensan que mediante la represión algún día las drogas desaparecerán. Una perspectiva distinta debe partir de la noción de que la evidencia es una guía para el diseño de políticas sobre las drogas, que la experimentación con nuevas propuestas es fundamental, que las iniciativas deben someterse al escrutinio y que los ajustes son indispensables para elevar la calidad de la gestión en la materia. Lo anterior, a su turno, exige repensar la forma de medir el avance en la superación del tema de las drogas. Por ejemplo, en vez de repetir los indicadores de “éxito” ya fracasados, considerar métricas tales como la disminución de los daños a los consumidores, el decrecimiento del abuso de las sustancias psicoactivas, la baja en las muertes derivadas del negocio de las drogas, la reducción de la economía ilegal, el incremento del compromiso ciudadano para afrontar el reto de las drogas, y el mejoramiento de la seguridad ciudadana.
Y finalmente, deliberar sobre el tema. Posponer u obstaculizar el debate conduce, más temprano que tarde, a militarizar la política antidrogas, elevar el presupuesto para combatir la oferta y aumentar el encarcelamiento de los jóvenes. La deliberación ayuda a desacreditar esa tentación y contribuye a fijar una estrategia.
Por otro lado, es clave precisar los ámbitos, las medidas y los propósitos. En el campo de la seguridad son cruciales la inteligencia, las fuerzas de seguridad y el aparato de Justicia. Esto supone contar con unidades o agencias especiales en el área de inteligencia, con aparatos policiales limpios y jueces diligentes, por ejemplo. Hay que entender que las reformas periódicas en materia de inteligencia y de policía deben ser parte de una rutina normal; que la coordinación institucional entre analistas, policías y jueces es imperativa y que la transparencia, con diversos mecanismos de control, es prioritaria. Las metas deben estar ligadas a la reducción comprobable de la violencia contra la sociedad, entre bandas criminales y contra los funcionarios.
En el ámbito político es importante desbaratar el nexo entre criminalidad y política, así como el vínculo entre élites y negocios ilícitos, contemplando medidas innovadoras y posibles entidades anticorrupción; cambios legislativos sobre financiación de las campañas electorales; investigaciones efectivas que involucren empresas y prácticas ilegales de distinto tipo; exigencias de mayor transparencia y rendición de cuentas en licitaciones públicas a nivel municipal, provincial y nacional. El objetivo es evitar una mayor “mafiatización” de la vida política y económica.
En el ámbito social es relevante disponer de un amplio conjunto de políticas de derechos humanos, salud, educación y empleo, entre otros. Se trata de acciones preventivas y paliativas para reducir las vulnerabilidades y los padecimientos de diferentes segmentos, en general pobres y juveniles, afectados de forma severa por el avance del narcotráfico.
En el ámbito económico es imprescindible abordar con seriedad el lavado de activos y las inversiones provenientes de recursos ilícitos. El crimen organizado se nutre y expande gracias a sus capitales y el descontrol, también organizado, con respecto a su seguimiento. Si no se aborda la base material de la criminalidad, será sólo cuestión de tiempo que deje de ser una clase emergente y se convierta en una clase consolidada.
En el ámbito internacional habrá que promover la cooperación, en especial con los países vecinos. Una meta prioritaria debería ser mejorar los niveles de colaboración externa sin adoptar las batallas, contra las drogas o contra el terrorismo, que se invocan de manera permanente para sumar guerreros a causas perdidas.
Todo lo anterior puede constituir un marco de referencia para ensanchar y fortalecer una coalición social y política a favor de la “regulación modulada”; es decir, para establecer un tipo de regulación específica por droga de acuerdo con los daños que cada una causa. Se trata de desagregar el universo de sustancias psicoactivas hoy ilegales, porque no todas son idénticas en su naturaleza y efecto, y diseñar regímenes de regulación especiales. Además, habrá que identificar mecanismos regulatorios de distinta índole en toda la cadena productiva –desde la demanda hasta la oferta–: actuar sólo en un eslabón, sin operar en todos los demás, crea una situación disfuncional sólo aprovechable por la criminalidad organizada transnacional. Asimismo, se trata de que el Estado argentino reubique el tema donde siempre ha debido estar: en el lugar de los derechos humanos, la salud y el desarrollo. Sin embargo, ¿están dispuestos el gobierno, en primer lugar, pero también la sociedad y las instituciones del Estado a alterar el curso actual, que sólo parece llevarnos a una riesgosa, inoportuna y onerosa guerra contra las drogas?