Nuestro país necesita enfrentar definitivamente un viejo dilema no resuelto por décadas que resulta clave para su crecimiento futuro: un sistema económico que permita incentivar la competitividad y el crecimiento, al mismo tiempo que acrecentar y sostener los salarios reales en el tiempo sin recurrir a devaluaciones abruptas que atentan contra su poder adquisitivo y la distribución del ingreso.
Diversas políticas de desarrollo productivo se han planteado para afrontar estos ambiciosos objetivos mediante el incentivo a sectores de servicios basados en conocimiento, la soberanía y sustentabilidad energética, la innovación tecnológica y la generación de empleo de calidad.
El reciente caso de los cuadernos del chofer Centeno ha revelado la existencia de un sistema o mecanismo de corrupción que atraviesa casi todos los estamentos de la sociedad. Nuestra nota en PERFIL el 12 de agosto reflejaba que la magnitud alcanzada durante la década de 2005-2015 era relevante macroeconómicamente afectando dos importantes variables que explican nuestra decadencia: la inversión pública y la productividad.
Para crecer como Australia, es decir, a una tasa per cápita de entre 2% y 3% anual, la economía argentina necesita duplicar su crecimiento, triplicar el volumen de sus exportaciones e incrementar la inversión y productividad de forma permanente y en niveles nunca vistos en su historia.
Otra de las facetas en que la corrupción ha tenido un impacto no solo monetario, sino también que afecta al crecimiento económico de largo plazo, ha sido el sector energético. En efecto, Argentina necesita sustentar su crecimiento económico en la disponibilidad eficiente y abundante de recursos energéticos que permita eliminar los cuellos de botella generados por la pésima política energética de la gestión Kirchner que significó la generación de un déficit energético de magnitud jamás observada en la historia argentina moderna.
El desincentivo a las inversiones del sector hidrocarburífero generado por el gobierno anterior dio por resultado un incremento sideral en las importaciones de gas natural licuado (GNL) cuya regasificación en puerto permitiría cubrir las necesidades de la demanda ante una oferta doméstica totalmente reducida.
Las importaciones de gas de GNL eran realizadas por Enarsa, operaban en los puertos de Bahía Blanca y Escobar y sumaron unos US$ 14 mil millones entre 2008 y 2015. Esto se tradujo, por un lado, en un déficit energético que afectó el balance de divisas y el crecimiento económico tendencial, y por otro en un desperdicio de recursos, dado el encarecimiento de este recurso durante el pasado boom de precios de las commodities energéticas.
En efecto, los precios promedio de importación de GNL fueron de aproximadamente 14 dólares por millón de BTU cuando importarlos desde Bolivia u otros países de origen hubiese costado aproximadamente la mitad si observamos las licitaciones hechas a partir de 2016 por Enarsa. Por ende, el costo de las importaciones podría haber sido hasta la mitad del pagado, y con una moderación del congelamiento de tarifas se hubiese incentivado la inversión y la producción doméstica de este importante combustible necesario tanto para las empresas como para los hogares.
Pero esta notable importación antieconómica para el país y sus sectores productivos también estuvo asociada lamentablemente con casos de corrupción. La causa por corrupción en el caso de importación de gas GNL se inició casi 4 años con antelación a la aparición de los cuadernos, a partir de una denuncia de los diputados Laura Alonso, Patricia Bullrich y Federico Pinedo ante el juzgado del Dr. Claudio Bonadio.
De acuerdo con la investigación periodística para PERFIL realizada por Nicolás Gandini, ex directivos de Enarsa habrían asegurado que el porcentaje de sobornos habría alcanzado entre el 1,5% y el 15% del valor de las importaciones de GNL efectuadas en los puertos de Bahía Blanca y Escobar. Si esos porcentajes fuesen ratificados con sentencia firma judicialmente, ¿cuánto habría sido el valor de las coimas implicadas?
Aplicando un porcentaje razonable del 7,5% promedio y el máximo declarado, el monto de sobornos habría costado al erario entre US$ 1.096 millones y US$ 2.192 millones a valores nominales de cada año, algo más si lleváramos las cifras anuales a valor presente.
De esta manera se demostraría que tanto las erróneas políticas económicas, los sobreprecios así como la corrupción asociada tienen importantes consecuencias directas e indirectas, no solo sobre el erario, sino también sobre la sustentabilidad energética, el balance de divisas y el crecimiento futuro de nuestra economía.
* Los autores son investigadores del Conicet y profesores de la Universidad de Buenos Aires.