Cada vez que suena el bombo, mis pies se mueven solos. Puedo estar cansada, con dolor de ciático –el cuerpo me empieza a pasar factura después de años de bailar murga, empecé a los 4 años y ahora tengo 21–, pero cada vez que la masa retumba en el parche, algo en mí se enciende.
Si me piden que explique qué es lo que siento cuando bailo murga, no sé si podría ponerlo en palabras. Porque bailar murga con tus amigues, con tu familia, con tu pareja, es algo que no se explica fácilmente, es algo que se siente adentro y hay que vivirlo.
Cuando pateo murga y tengo a una amiga que me grita y me sonríe, cuando veo a mi mamá esperándome con una botella de agua al final de la función, cuando veo a mis primas saludándome entre toda la gente –haciéndome sentir única–, cuando escucho los aplausos, siento que hay magia en el aire. La magia eterna del carnaval, dicen por ahí. Eso es algo que no se explica, no se describe, no se cuenta, se vive.
Para mí, es muy natural bailar en la murga. Pero años atrás para una mujer era impensado. En Argentina, las mujeres recién se incorporaron a las murgas con la democracia. Durante el último Golpe de Estado, todas las murgas fueron censuradas y el carnaval se volvió un invierno. Pero en 1982, los banderines de colores volvieron a las calles con una innovación: esta vez las mujeres también podían sumarse.
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Yo formo parte del Centro Murga Los Mocosos de Liniers –que hoy tiene casi 150 integrantes– y a inicios de febrero en el corso de Pompeya, Ciudad de Buenos Aires, tuvimos la primera actuación que dio comienzo al carnaval porteño 2020, un carnaval que para mí tiene algo especial.
La estructura artística de una murga consta de desfile de entrada, canción de entrada, de crítica, de homenaje, glosa de retirada y canción de retirada. La frutilla del postre llega después de la última canción y se la denomina “demostración de baile” dándole cierre a la función.
Cuando esa tarde, la murga debía retirarse, yo miré para los costados desesperada a ver si tenía alguna señal de la directora que encabezaba el cuerpo femenino. Cuando cruzamos miradas, ella me hizo la forma de un círculo con las manos y yo entendí que se venía el paso de las mujeres, el mismo paso que hacemos hace años pero que esta vez fue diferente por un hecho que costó muchísimo y que ya les contaré más adelante.
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Tal vez el hecho de que las mujeres tengamos cada vez más participación en las murgas para muchxs sea algo simple, pero para quienes venimos combatiendo el machismo en cada espacio (y la murga no es un lugar ajeno a esta resistencia) es un paso importante.
Aún recuerdo un canto bien machista de 2013: “A Florencia Peña (actriz argentina) le gustaba el jueguito, de eso me enteré por la internet. La vi en un video besando al amiguito, vení con las murgueras, enseñales cómo hacer”. Eso, aunque no se pueda creer, cantábamos en la murga hasta hace no tanto.
Los Mocosos de Liniers surgieron en 1953 en la intersección de las calles Cosquín y Caaguazú, en el barrio de su nombre y aún sigue manteniendo las tradiciones de sus fundadores: bombo y platillo como únicos instrumentos. Es muy fácil identificar a Los Mocosos en algún corso: sus colores rojo y blanco desfilando por el asfalto y el silbato que guía el ritmo del bombo, los distingue de las demás. Otro punto para identificarlos es que Los Mocosos no hacen matanza en el medio de la función. Hacen una retirada cuando se terminan de cantar todas las canciones.
La matanza es algo que se incorporó en el estatuto murguero y se realiza entre canción y canción, pero los murgueros más viejos optan por seguir con la tradición de la retirada al final. En Los Mocosos de Liniers, hay una regla que se cumple a rajatabla: se llega bailando y se va bailando.
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“Cuando yo era chica, las mujeres no podíamos asistir a los corsos y mucho menos pertenecer a la murga. Eso era cosa de hombres. Crecí viendo cómo mis hermanos se iban al corso de Palermo y yo me quedaba en casa con mi hermana”, me cuenta Alicia Ingas de 71 años, una de las murgueras más antiguas de Los Mocosos.
Alicia ingresó a la murga en 1999 y desde ese entonces se adueñó del escenario. “La India Solari de Los Mocosos de Liniers”, la llaman. Cuando ella empezó en la murga, era habitual que el rol femenino en los escenarios murgueros sea el de corista, pero no el de cantante, por lo tanto, ella se convirtió en una de las primeras mujeres en ocupar ese rol primario.
Cuando lo hizo, su hijo Sebastián ya formaba parte de la murga hacía tres años. Además de la edad, lo que los diferenciaba era lo que podían hacer dentro de la murga: él podía pegar las tres patadas, ella no. El podía dar un salto en el aire y ella tenía que conformarse solo con desfilar.
Cuando se fundó la murga, los saltos y las tres patadas no estaban permitidas para las mujeres. Se creía que era algo tosco, bruto y masculino, y que las mujeres no podían realizarlos.
“Yo le discutía y le decía que podíamos hacer esos movimientos con algo de femineidad”, suelta Alicia, mientras mis ojos se abren con cierta sorpresa, intentando comprender lo que estaba escuchando. Como yo entré a la murga cuando tenía 4 años, la batalla de las tres patadas ya estaba ganada. Y me cuesta imaginar una murga donde solo salten los hombres y las mujeres desfilen sin despegar ni medio centímetro las zapatillas del suelo. Cuando llegué a la murga, ya había olor a revolución femenina.
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Unos meses antes del carnaval, hablé con mi amiga Julieta. Ella es la compañera del mejor amigo de mi novio, que también está en la murga. Es mi aliada feminista y es mi volquete cuando tengo que depositar mis pensamientos antipatriarcales en algún lugar.
“Te quería contar una idea: que las pibas saquemos una bandera con el puño violeta, en el medio de paso. Aunque temo que cuando lo proponga me van a rebotar la idea”, le dije a Julieta, sabiendo que las mujeres somos las que llevamos los paraguas y los hombres las banderas. Una regla que nunca nadie había cuestionado.
“Es buena. Proponelo y fíjate qué te dicen. No creo que te digan que no”.
Temía por la reacción porque aún suele haber resistencia en los planteos de género. Así que con un poco de timidez, le mandé un mensaje a la directora de las mujeres. Minutos después llegó la respuesta.
“Hola Mai, a mí me regusta la idea. Hay que hablarlo en el ensayo entre todas. Pero por mi parte, me encantaría que haya una bandera que represente la lucha de la mujer”.
Miré el celular. Sonreí y contesté. Nunca hubiese imaginado que de repente las mujeres íbamos a llevar también banderas y encima una que represente nuestra lucha.
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Ese día, el del inicio del carnaval, me pinté con más esmero que otros: me pinté los ojos enteros de rojo y con un pincel más fino, me hice los detalles alrededor de los ojos en color blanco. Agarré mis cosas y empecé a repasar: levita, calza, zapatillas, medias blancas (largas, porque soquetes no nos permiten usar), guantes, moño, silbato y galera. Agregué un alfiler de gancho, que siempre es necesario y un paquete de colitas chiquitas: seguro alguien en el micro me iba a hacer dos trenzas para no despeinarme tanto.
Suenan los silbatos y el asfalto queda libre. Estamos en el corso de Pompeya y cuando el paso finaliza, entre aplausos y ovaciones, sé que se viene el momento: tengo que salir con la bandera que hicimos con tanto esmero, un puño violeta en alto. Sé que aún falta y mucho por lograr. Pero en este preciso instante, soy consciente de lo que costó llegar hasta acá, de la lucha de mis antecesoras y de la nuestra como murgueras feministas.
“Vamos las pibas”, escucho que gritan en el público, mientras hago fuerza y se me pone toda la piel de gallina.
*Esta crónica forma parte del portal de historias Escritura Crónica.