La sociedad argentina atraviesa un grave proceso de degradación institucional, social y moral: toda la sociedad, y no sólo el Gobierno y su clientela. Entre quienes frecuentan los palacios del poder y los que están afuera hay una evidente correspondencia.
La corrupción se ha convertido en un problema para el orden social porque se ha transformado de fenómeno patológico a fisiológico: en el mundo de la política, la empresa y la administración pública, la corrupción es una constante en la vida argentina que modifica las costumbres y los comportamientos sociales, al punto de desdibujar el límite entre lo legal y lo ilegal.
Nos preguntamos si el sistema político argentino tiene la voluntad de convertir en el centro de la acción de gobierno también la lucha contra la corrupción, y si este sistema, dominado por fenómenos corruptivos visibles e invisibles, podrá reformarse a sí mismo.
No hay dudas de que la corrupción y la capacidad corruptiva se han convertido, en Argentina, en un factor de utilidad social; el consenso político y su legitimación se obtienen y se mantienen sobre la base de las prácticas corruptas: políticos, burócratas, gerentes, intermediarios, lobbistas, empresarios, sindicalistas, etc., no sólo han logrado despenalizar la corrupción, sino que la han estimulado y acompañado convirtiéndola en un proceso sistémico.
Los costos económicos del fenómeno corruptivo son enormes: se estima que representan entre el 8 y el 10% del PBI de un país, y que el solo descenso de un puesto en las clasificaciones internacionales de percepción de la corrupción provoca una pérdida de inversiones extranjeras directas entre el 10 y el 16%. Las empresas que operan en un contexto corrupto crecen en promedio 25% menos que aquellas que no operan en tal ámbito. La corrupción altera la competencia y favorece la concentración de la riqueza en empresas o grupos de empresas que operan en el mercado de la corrupción, así como en funcionarios y políticos e integrantes de sus círculos de afinidad.
Los costos políticos y sociales no pueden ser cuantificados económicamente.
En efecto, un sistema político-institucional dominado por fenómenos de corrupción sistémica como el nuestro atenta contra el sistema democrático mismo. En términos prácticos, los candidatos que se financian con un sistema corrupto estructurado para construir su red de clientela política (punteros, fiscales, publicistas, periodistas, etc.) tienen una ventaja enorme en relación con los “honestos”.
Pero este déficit democrático producto de la corrupción viola también, y fundamentalmente, otro de los valores republicanos esenciales: el principio de la transparencia.
Norberto Bobbio en 1980 escribió un memorable ensayo, La democracia y el poder invisible, donde nos enseñaba que el “poder corrupto es por su naturaleza oscuro, invisible, opaco, se esconde, se camufla, engaña…”.
En efecto, no hay igualdad ante la ley ni justicia social cuando los derechos de los ciudadanos de acceder a los beneficios que derivan de la acción del Estado se enmarcan en un sistema con alta densidad de corrupción, donde la arbitrariedad y la imprevisibilidad son la regla.
Nunca se respetan las reglas del Estado de derecho. Para acceder a ciertas posiciones, roles o funciones es necesario posicionarse entre la maraña de corruptos y corruptores, siendo siempre necesario estar en grado de activar vínculos transversales, ambiguas relaciones de negocios, confusas gestiones de intermediación. Se trata siempre de fenómenos subterráneos, ocultos, que muy excepcionalmente emergen a la superficie. En definitiva, se trata de ilícitos con costos sociales difusos, con muchas víctimas, porque en la mayoría de los casos el hecho corrupto no deja evidencias visibles: es difícil detectar el cuerpo del delito.
Por este motivo, las estadísticas judiciales dan un cuadro muy parcial, reflejan sólo la punta de un iceberg donde la mayoría de los casos permanecen ocultos, enterrados. Los fenómenos de corrupción “perseguidos” por la Justicia argentina nos muestran el encubrimiento institucional del fenómeno. Ni que hablar del número de condenados: según las estadísticas judiciales, la corrupción en la Argentina se encuentra virtualmente erradicada. La sensación de impunidad de los protagonistas es total, el sistema cerrado y oligárquico los protege eficientemente.
Las ganancias generadas por las prácticas corruptas en contratos públicos representan estimativamente entre el 35 y el 50% del precio de éstos en la comparación entre los precios finales de las obras públicas en Argentina y el exterior, en los sistemas de mayores costos, en los mecanismos de contrataciones directas y en las situaciones de emergencia.
De esta plusvalía, la cuota destinada a los políticos y burócratas varía entre el 4% y el 6%, pudiendo ser más generosa aun cuando se trata de un contrato de servicios.
El cuadro se completa con la proliferación de testaferros, intermediarios, aspirantes a empresarios y proveedores que actúan merodeando los presupuestos públicos, siempre dispuestos a satisfacer los deseos económicos, familiares e incluso sexuales de sus interlocutores.
También tenemos que considerar que buena parte de la sociedad se acostumbró a “convivir” con la corrupción del mismo modo en que convive inerme con la inseguridad, la pobreza y la decadencia institucional. En Argentina, por acción, omisión o despreocupada complacencia, es evidente la existencia de un alto grado de tolerancia social a los fenómenos de corrupción.
Vivimos, entonces, en una sociedad donde la corrupción es capilar e impune, en un contexto de desconfianza generalizada hacia la entera clase política en el cual los “operadores del sistema corrupto”, o sea, corruptos y corruptores, se mueven libremente, con mayor o menor destreza.
Algunos actúan con torpeza y poca profesionalidad, otros tratan de sofisticar los mecanismos de la corrupción: la gestión de sus patrimonios en paraísos fiscales a cargo de sociedades fiduciarias a las cuales se transfieren los frutos de la ilegalidad, la actuación de testaferros u hombres de paja, la interposición parasitaria de sociedades consultoras que prestan servicios a entes o sociedades públicas, las participaciones societarias cruzadas que actúan como caja de compensación de los fondos ilícitos, la dilación en el tiempo de prestaciones ilícitas para alejar la sospecha de irregularidades, la asunción ficticia de cónyuges, amantes, hijos parientes, amigos en cargos o puestos públicos, etc.
En otros casos se sofistica el “arte de la corrupción”, donde el corruptor y el corrupto coinciden en la misma persona: la “comisión ilícita” no pasa de mano en mano sino del bolsillo izquierdo al bolsillo derecho, o viceversa, del mismo sujeto político en su doble rol de agente público y titular de intereses privados.
Siempre se trata de un fenómeno sistémico: las decisiones, los mecanismos, las conductas, los estilos responden a libretos prefijados, institucionalizados en reglas codificadas: en la Argentina, el sistema de corrupción es un sistema “regulado”, con reglas precisas y normas de comportamiento prefijadas que facilitan la identificación de partners y la disuasión y hasta penalización de individuos renuentes a ingresar en el sistema o de sujetos honestos.
Todo es negociable: obra pública, concesiones, licencias, aceleración de procedimientos, informaciones reservadas, flexibilidad de los controles, y un interminable elenco de posibilidades inimaginables acompañado por una amplia gama de comportamientos, conductas aceptables y mecanismos redistributivos de las ganancias automáticos, alejado de negociaciones que puedan resultar “peligrosas”.
Son reglas precisas que establecen cómo se reparten las comisiones, lo que se puede decir, lo que se puede hablar, garantizando siempre el silencio y la impunidad.
Los que participan del mecanismo de la corrupción sistémica saben a quién dirigirse, cómo hacerlo, los porcentajes, los parámetros de distribución, los criterios de rotación de las empresas que operan catalizadas o asociadas, etc.
En este escenario, la capilaridad de los intercambios corruptos penetra en la mayoría de los procesos decisionales. Así, la ilegalidad se convierte en el estado normal de las cosas, donde la figura del garante del respeto de las “reglas de juego” está a cargo de actores diversos que a través del empleo de recursos políticos, de coerciones, de incentivos económicos o de sanciones gestionan el sistema: el alto funcionario ministerial, el valijero, el asesor, el jefe sindical, el empresario con contactos transversales, el financista, el líder político, el mafioso con penetración territorial.
Estos personajes aseguran el cumplimiento de las obligaciones asumidas, la impermeabilidad del sistema a influencias externas y la solución de eventuales conflictos internos. Son quienes regulan el mercado de la corrupción, quienes disciplinan a todos los protagonistas. Cuando hay interferencias o no se respetan las reglas, no se duda en disciplinar al díscolo suministrando dosis variables de castigo, que algunas veces alcanzan niveles insospechados.
La mayoría de la clase dirigente argentina ha consentido estos modelos de conductas y criterios de legitimación inaceptables, promoviendo en algunos casos y aceptando pasivamente en otros la “cultura de la corrupción” que impera imperturbable entre nosotros. Y para peor, la sociedad civil se ha acostumbrado y adaptado.
No obstante este estado avanzado de descomposición, existen soluciones probadas que merecen ser analizadas a fin de encontrar el camino de salida. Analizaremos estas políticas y medidas para combatir la corrupción en próximas intervenciones.
*Abogado. Socio de Antonio Di Pietro en el Institute of Anti-Corruption and Transparency. Discípulo y colaborador del profesor Romano Prodi en el Istituto per la Ricostruzione Industriale italiano.