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Desaparecidos

¿Cuántos son?

¿Cuántas son las personas desaparecidas en la Argentina? ¿Cuántas son las víctimas en total del terrorismo de Estado? ¿Y cuántas fueron las víctimas de la desaparición forzada? ¿Por qué es importante diferenciar entre esas categorías para zanjar debates, aun si se instalan desde la crueldad o el cinismo? ¿Por qué la cifra “canónica” (los 30 mil) sigue siendo tan poderosa? ¿Puede aportar algo la investigación académica en ese sentido? Un trabajo reciente de Emilio Crenzel ofrece claves imprescindibles para responder estos interrogantes.

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Desaparecidos. | cedoc

La cantidad de personas desaparecidas en la Argentina durante la última dictadura ha motivado debates que se revitalizaron a partir de la llegada al poder de Javier Milei. En particular se cuestiona el número de 30 mil, cifra que adquirió rasgos simbólicos en los años de denuncia de los crímenes de la dictadura, pero que nunca fue establecida con precisión. 

Emilio Crenzel, de extensa trayectoria como investigador de esta problemática, es autor de un reciente y detallado trabajo publicado en febrero pasado en Latin American Research Review (https://bit.ly/cuantosson) en donde historiza las cifras de víctimas y propone un abordaje riguroso del tema, que resulta esclarecedor y, quizás, un valioso punto de partida para la superación de este debate en el seno de la sociedad argentina. Al menos para quienes se aproximan a esta discusión de buena fe y no desde chicanas superficiales (como hace el presidente actual) o para ratificar sesgos ideológicos. Se podrá objetar que no son tiempos de buena fe (“el mal tiempo trae mala fe”, cantaba Silvio Rodríguez treinta años atrás). Pero nada es más valioso, en cualquier discusión, que los buenos argumentos. 

Crenzel explica que el número de 30 mil desaparecidos adquirió un carácter canónico, aunque como muestra en su estudio, esa cantidad no es arbitraria ni caprichosa, sino que surgió de una serie de datos elaborados a lo largo de muchos años, desde los días iniciales de la dictadura. Los organismos denunciantes elaboraron diversas estimaciones, desde las primeras listas con unos pocos miles de nombres hasta cifras muy superiores a los 30 mil. Tras el retorno de la democracia, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), creada por el gobierno de Raúl Alfonsín, registró un número cercano a 9 mil casos. 

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En los años 90, en los que mediante veinte decretos de indulto del presidente Carlos Menem se garantizó la impunidad de los máximos responsables de la represión ilegal, hubo distintos grupos y asociaciones de la sociedad civil que elaboraron sus propias cifras, con las dificultades surgidas de la escasa disposición del Estado por esos tiempos. Recién a partir de los años dos mil, el Estado –y en especial desde la presidencia de Néstor Kirchner– propició nuevos intentos de clarificar, como el Registro Único de Víctimas del Terrorismo de Estado (Ruvte).

Negacionismo. El resurgimiento del negacionismo de los crímenes de la dictadura (iniciado “oficialmente” durante la presidencia de Mauricio Macri, quien volvió a hablar de “guerra sucia” o del “curro de los derechos humanos”) fue potenciado por Javier Milei con la relativización de los crímenes desde antes y sobre todo a partir de su llegada al gobierno. 

El número que agitan quienes solapadamente niegan (o peor, justifican) las atrocidades del terrorismo de Estado es el registro de quienes nunca regresaron, es decir quienes no sobrevivieron y fueron identificados como víctimas fatales. Pero la cantidad de personas que fueron víctimas en las distintas variantes (las que estuvieron desaparecidas, las que fueron detenidas ilegalmente, las que fueron torturadas, o sus hijos o hijas apropiadas) son más que 30 mil. 

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El trabajo de Emilio Crenzel historiza las cifras de desaparecidos y víctimas de desaparición forzada elaboradas por diversos actores sociales y propone una aproximación académica sobre el tema. Comprende las cifras en una doble dimensión: en primer lugar como fruto de la trabajosa elaboración de conocimiento sobre las desapariciones, en un contexto de clandestinidad, pero también como expresión de las luchas sociales por la memoria sobre las violaciones a los derechos humanos sucedidas en el país durante ese período de la historia nacional.

Crenzel tiene una respetada trayectoria especializado en el tema. Sociólogo y doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA), es investigador del Conicet y profesor en la carrera de Sociología de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Es autor de numerosos trabajos sobre el tema, entre otros La historia política del Nunca Más. La memoria de las desapariciones en la Argentina, Siglo XXI, que va por su tercera edición. 

Un aspecto clave. Crenzel reconstruye la dificultosa elaboración de datos desde la dictadura a la actualidad, y muestra las divergencias entre denunciantes y la fragmentación de agencias estatales entre las razones de la diversidad de cifras. Y enfatiza un aspecto clave: propone diferenciar entre quienes continúan en condición de desaparecidos y quienes transitaron por el sistema de desaparición forzada. Esa mirada singular complejiza la cuantificación de las víctimas de este crimen.

Destaca que ya en enero de 1976, el escritor Haroldo Conti en carta al director de la revista cubana Casa de las Américas, le comentaba que un amigo militar le acababa de informar confidencialmente que “se espera un golpe sangriento para marzo” y que “los servicios de inteligencia calculan una cuota de 30 mil muertos”. Dice Crenzel que no hay evidencias de que este sea el origen de la cifra canónica, pero en caso de serlo, demostraría que emergió antes del golpe y que fue enunciado, por primera vez, por los perpetradores. 

La revisión de Crenzel es exhaustiva y repasa diferentes fuentes que por esos años manejaron números disímiles. Desde Amnesty que a fines de 1977 estimaba entre tres mil y 30 mil el número de desaparecidos, y sugería un promedio (15 mil) coincidente con el que anota Rodolfo Walsh en su célebre “Carta” a la Junta, al año del golpe. Desde la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) hasta Tex Harris, de la embajada de los Estados Unidos (quien envió en 1977 una lista de 7.500 desaparecidos que le fue entregada a Videla al visitar el país del Norte) pasando por la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu), la Argentine Information and Service Center de Nueva York, el Buró de Información de Washington D.C. (cuyo informe de 1977 estimaba la cifra en 20 mil), y la presentación de Rodolfo Mattarollo ante la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que sugería entre 20 y 30 mil víctimas de desaparición forzada. 

Organismos denunciantes publicaron en 1978 en La Prensa una lista de 2.536 nombres de los cuales el Ministerio del Interior objetó 87 casos (reconociendo implícitamente el resto). Ese mismo año, Emilio Mignone de la APDH estimaba entre 20 mil y 30 mil las personas desaparecidas y en 10 mil los asesinados, y el Departamento de Estado de los EE.UU. cifraba los casos en 15 mil. En 1978 Arancibia Clavel, agente de la inteligencia chilena, informaba que, según sus pares argentinos, desde 1975 había 22 mil desaparecidos. La discusión sobre las cifras, además, dividía a familiares que tuvieron discusiones públicas sobre la magnitud y el alcance del crimen. 

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Preguntas diferentes. ¿Cuál es la cifra verdadera de detenidos-desaparecidos en la Argentina en la actualidad? ¿Cuántas fueron las víctimas de desaparición forzada de personas en el país? Crenzel muestra que se trata de preguntas diferentes, que las respuestas a ambos interrogantes son todavía inciertas y quizá nunca se pueda modificar del todo esa incertidumbre. 

Esa incertidumbre se extiende al número de personas que fueron presas, exiliadas, torturadas, despedidas e “insiliados” (desterrados en su propia tierra). Determinar esas cifras presenta dificultades dada la naturaleza clandestina del crimen, la negativa de los perpetradores a entregar información y la imposibilidad de hallar listas que hayan estado en su poder.

Los organismos de derechos humanos denunciaron la existencia de unos 12 mil presos políticos, mientras la Conadep registró 8.625 en 1984. La cantidad de exiliados políticos es difícil de estimar: la gran mayoría de esas personas no salió del país a través del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), que los cifró entre 30 mil y 50 mil. Otras estimaciones durante la dictadura rondaron los dos millones.

La cifra canónica. Crenzel explica, tras detallar minuciosamente los registros, que quienes estuvieron en condición de desaparecidos comprenden, además de las personas que continúan en esa condición, a miles de sobrevivientes, otra cifra de personas asesinadas y miles de presos políticos previamente desaparecidos, así como un número incierto de desaparecidos y sobrevivientes no registrados. “Esa sumatoria se aproxima a la cifra emblemática”, enfatiza. “Quizá, por ello, ‘los treinta mil’ tengan tanta potencia. Evocan la condición por la que atravesaron decenas de miles de personas en aquel tiempo cuando de ellos y ellas no se conocía su destino”.

Nunca se podrá establecer la cifra exacta de desaparecidos ni de quienes transitaron por esa condición, concluye Crenzel. Y con austeridad señala los ribetes del debate por el número: así como hay quienes desestiman desde una perspectiva moral la importancia de establecer estas cifras (“porque la vida, afirman, es única y las cifras globales deshumanizan a las víctimas”), desde las ciencias sociales no existen dudas sobre la importancia de la dimensión cuantitativa de los procesos sociales: “Las cifras crean una representación social del crimen y establecen su relevancia política”. 

Un punto central para comprender el desarrollo que realiza Crenzel es el hecho de que las personas que permanecen desaparecidas hasta hoy no equivalen a las víctimas totales de desaparición forzada. Este último universo lo componen, además, los sobrevivientes de los centros clandestinos que alcanzaban más de tres mil casos, según el Ruvte en 2015, pero cuyo número se incrementó tras reanudarse los juicios penales.

Resumiendo la exhaustiva revisión que realiza en su trabajo, una contabilización adecuada de la cifra de personas que estuvieron desaparecidas debería componerse sumando: 

  • Las 7.018 personas que continúan desaparecidas (según el registro del Ruvte para 2015); 
  • Los 3.432 sobrevivientes (cifra también surgida del Ruvte);
  • La mayoría de los 783 casos denunciados ante la Conadep en evaluación;
  • Una porción de los 1.613 asesinados; 
  • Una parte importante de los 8.625 presos políticos que estuvieron previamente en condición de desaparecidos. 

A esa cifra (más de 21 mil casos) deben añadirse las personas desaparecidas no denunciadas (que nadie saben cuántas son) y, especialmente, las personas sobrevivientes no denunciadas, que según estiman funcionarios del Ruvte, triplicarían el número de las personas desaparecidas que continúan en esa condición. Es decir que esa suma superaría ampliamente, por varios miles, a la cifra “canónica”.

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Aritmética de la crueldad. Para el 24 de marzo, el grupo de divulgación científica El Gato y La Caja mostró mediante una publicación en Instagram lo que (muy acertadamente) llamó “Aritmética de la crueldad”. Allí sintetizó algunos datos disponibles ilustrando cómo por distintos caminos se llega a cifras no solo cercanas a 30 mil, sino sensiblemente superiores, concluyendo que “30 mil no es un número inflado, por el contrario, parece quedarse corto”. Muestran que, por ejemplo, los centros clandestinos de desaparición y tortura reconocidos oficialmente fueron unos 800. Si hubieran pasado por cada uno de ellos 40 personas, la multiplicación sobrepasa los 30 mil. 

Podría agregarse que siempre las víctimas son muchas más que las que se contabilizan. Porque las víctimas son muchas más que las víctimas que no volvieron. ¿O la jueza Carmen Argibay, primera mujer en la Corte Suprema de Justicia, fallecida diez años atrás, quien estuvo desaparecida durante casi todo el año 1976, no fue una víctima sobreviviente? ¿O el director del diario PERFIL, Jorge Fontevecchia, no fue secuestrado y estuvo desaparecido en 1979? Como ellos hay miles, cientos de miles quizás. Y ninguno figura en las listas oficiales. Por la sencilla razón de que sobrevivieron.  

Las víctimas son muchas más que las que sufrieron en su carne el terror de Estado. Y es arbitraria la decisión de dónde se pone el límite en el conteo. ¿O no fueron víctimas cada una de las personas que sufrieron en carne propia la ausencia del ser querido? ¿Qué madre o padre puede dejar de identificarse, al conocer su historia, con el dolor abismal, la angustia inconsolable que atenazó la sonrisa de una madre de pueblo como Luisa Cecchini de Zaragoza, quien después de enterrar a su hijo mayor (Chilo, asesinado por la Triple A) fue condenada a ignorar para siempre el destino de su hijo menor (Neco, secuestrado por la dictadura)? Así se podría seguir aumentando el cálculo, que multiplicaría la cifra “canónica” por muchas veces 30 mil. 

Es necesario hacer el cálculo. Acceder a realizar todos los cálculos necesarios, revisar las fuentes y los archivos, historizar las cifras, como hace Crenzel, no es “hacerles el juego” a negacionistas. Por el contrario, es necesario responderles, contraargumentar, refutar su aritmética de la crueldad, por más que ocupen el más alto sitial en nuestra maltratada república, o más bien al revés: precisamente porque lo dicen desde ese lugar.

Es necesario hacerlo, porque los datos, los hechos, tienen la virtud de sobreponerse a las opiniones, pero requieren que sean las personas las que los pongan sobre la mesa. No hay otra forma de que la verdad se imponga. No puede hacerlo sola. 

Los sesgos cognitivos existen, por supuesto. Ya los había intuido Francis Bacon con sus “idola”, tres siglos y medio antes de que Daniel Kahneman y Amos Tversky los bautizaran como “sesgos cognitivos” en 1972. Pero las personas de buena fe, las personas de buena voluntad, aun cuando ya se encuentren impregnadas por una prédica perversa, pueden modificar sus opiniones si las confronta con otras opiniones bien fundamentadas en datos y en información verificable. 

Por eso es tan importante el trabajo de Emilio Crenzel.

Señales del horror. También hay otro elemento que nadie debería dejar de lado. Antes de las elecciones, en una columna en estas mismas páginas, señalamos un detalle horrendo que aparecía en la plataforma electoral de La Libertad Avanza: la mención (varias veces repetida) a la Doctrina de Seguridad Nacional (https://bit.ly/docseguridad). Era una señal clara, inequívoca, de los debates que el gobierno de Javier Milei pretendería reavivar.

Otra señal la proporciona el grupo El Gato y la Caja, cuando marcan que detrás de todo gobierno autoritario hay un plan económico que se quiere imponer, y que es siempre a favor de las élites: la “miseria planificada” de la que hablaba Rodolfo Walsh. Ese es el sentido del disciplinamiento de una sociedad a través del terror. Conjurar la disidencia, desarticular la oposición.

Si hoy el poder revive esta discusión es porque persigue otros fines. La discusión por la aritmética de la crueldad no es en vano. Es una señal más que no debe dejarse pasar, pero que no sirve responder con otras señales, o con frases dogmáticas. Debe responderse con datos y con opiniones bien fundamentadas, para que la verdad pueda abrirse paso entre las personas de buena fe, que (al menos este que firma) considera que siguen constituyendo la mayor parte de la sociedad argentina.

 

* Periodista y filósofo. Integra la cooperativa de periodistas. El Miércoles Comunicación y Cultura, en Entre Ríos, y forma parte del Grupo de Ética Ambiental de la Sadaf (Sociedad Argentina de Análisis Filosófico).