A comienzos del 2004 se presenta en mi vida la posibilidad de entender al trabajo del actor como un evento de llegada masiva. Ingresando al Cirque du Soleil estaba ingresando a la escuela que, no solo me daría respuestas sobre la tarea de la representación en torno a lo cómico, sino que me abriría la sensorialidad, desbordándome. En ese año, la pista de circo impacta en mi ser creativo y lo cambia todo.
Me hace vivenciar al teatro como una experiencia mucho más grande de lo que jamás hubiese imaginado. Una carpa cuyo escenario se expresa, y a la vez, se agita eufóricamente como si se tratara de una cancha de juego deportivo.
Dentro del espectáculo de circo, los cómicos somos los encargados de hacer teatro. Lo organizamos dentro de algo que llamamos rutina.
La rutina del cómico es una dramaturgia que contiene: el gen de lo preexistente, de lo ancestral, y de lo novedoso y renovado. Esa rutina contada función a función y con años encima, eventualmente, se vuelve suceso, es decir: perdura de generación en generación; y no es de nadie y es de todos.
Los comicastros de pista como seres excéntricos, obsesivos y absurdos, somos los diseñadores de las dramaturgias más acotadas del mundo. Somos los novelistas, los que tenemos la chance de contar epopeyas en espacio y tiempo diminutos. Resumimos las obras clásicas a cinco minutos de narración corporal.
Y el show gira y los intérpretes somos afectados por la diversidad de los públicos.
Son quince los años de gira por el mundo. Mis escapadas consisten en viajes a Argentina, donde afirmo los pies y vuelco las imágenes acopiadas sobre algunos grupos de actores. Así mantengo los lazos con mis colegas, la dramaturgia y la dirección.
Cada tanto, en algún lugar del planeta, con la cabeza apoyada en un banco de plaza, evoco contextos históricos nacionales, rurales... Visitado por chanchos, caballos, teros, carpinchos, ñandúes y lobizones, elucubro sobre nuevas ficciones.
¿Será la nostalgia del artista trashumante, su falta del suelo patrio?
Solo diré: mi añoranza de patria me ha vuelto romántico.
Mi raíz no arraigada y mi pensamiento girando como tornado sobre la polvareda de mis cosas, garuando sobre fotos viejas, metiéndole verso al barro de mi terruño.
El plano del cuerpo. Durante la época de ensayos, me gusta llegar primero y ver cómo los y las intérpretes entran en la sala.
Cuando nos ponemos en movimiento, todo es irregular. Como en una maquinaria sin engranajes fijados, cada parte se mueve a su libre albedrío. Danza, deporte, ejercicios físicos azarosos, todo apunta a la demarcación de un espacio, y convocan a seguirle el juego al tiempo.
Ahí prima el plano del cuerpo ¡porque sí!
Ese disloque nos vuelve equipo.
Hay correlación, sudor a mares. Con el sudor nos liberamos de la pregunta: ¿cuál es la obra final? Lo que importa es otra cosa. Es el entusiasmo del presente, el agite grupal, la manija de la sintonía, el circo del teatro. Así, damos forma a la forma.
Llega el momento de escribir. Observo ese ensamble de cuerpos como quien lo haría estudiando las ramas de un árbol, el juego de un gato o el funcionamiento de un juguete a cuerda. El teatro se mete por el ojo, agita los resortes silenciosos de la memoria y revuelve dentro de ese baúl que es la cabeza. Recicla lo acumulado para cimentar una obra. Todo se vuelve chirimbolo escénico.
Frecuentemente mi escritura es de gabinete. Al momento de la entrega del texto, el intérprete sabe que espero que lo muerdan, lo intervengan y transformen. Todos mis textos estrenados fueron afectados por esas voces individuales, sonando coralmente.
El texto fue ensayado y llegamos al momento de la función. Es ahora, en medio de un mundo desprovisto de artefactos que se pone en evidencia el cuerpo vivo del actor.
Un actor que aparece, como un objeto sagrado.
*Prólogo de Toto Castiñeiras de su libro “Cantar de Charabón”, editado por Losada. Colección Nuevo Teatro.