ESPECTACULOS
Teatro

Sobre el comercio y el arte

Polémica. García Wehbi asegura que desde la caída del Muro de Berlín el sistema del arte debió adecuarse a la lógica del mercado. Considera que el concepto “industria cultural”es un oxímoron.
| Cedoc

Esta reflexión no pretende sumirse ni como verdad ni como análisis de la realidad teatral, aunque sí se trata de un punto de vista. Una de las tantas consecuencias de la caída del Muro a fines de la década del 80 del siglo pasado, y de la consiguiente aparición de la era global mercantil, es la incorporación del sistema del arte a la lógica del mercado. En los dos siglos anteriores, el arte había sido un espacio de fuga potencial para pensar la actualidad de su época (social, política) y dar una respuesta a los problemas reales con soluciones imaginarias. Pero a finales del siglo pasado, esa función se volvió obsoleta –o por lo menos eso nos hicieron creer– y, para sobrevivir, el arte tuvo que ser resignificado y comenzó a tener más un valor económico y mercantil que simbólico.

En ese contexto, nace el concepto de industria cultural, que para mí es un oxímoron. Se decreta que el arte deberá existir –sólo y tan sólo– si produce un rédito económico. Pero si se transformase en un gasto, representará, dentro del sistema de mercado, un número rojo que deberá ser abolido (como se pretende abolir partidas económicas destinadas a educación o salud pública, simplemente por ser deficitarias). Aquí se enmarca también la lógica del teatro comercial, incluyendo el argentino.

Cualquier expresión del llamado teatro comercial tiene como finalidad primera –me atrevería a agregar “y única”– el rédito económico, aunque algunos académicos con galones se afanen en nomenclar ciertas experiencias del teatro comercial como teatro comercial de arte (!!!).

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Argumentan, junto a los responsables de esas puestas (muchos de los productores, directores y actores que en la década del 90 supieron estar a la vanguardia del teatro independiente y hoy parecen recordar con indulgencia su ingenuidad), que “si la cosa está bien hecha y encima da plata, la ecuación cierra”. Eso no es una ecuación, es apenas un sofisma que les deja la conciencia tranquila.

Ese fenómeno se reproduce en la televisión: desde hace tiempo, esa picadora de carne y cerebros fue incorporando a actores del teatro independiente a los llamados unitarios, a tiras, a programas de chimentos y de entretenimiento. En un principio, los involucrados en esa nueva televisión de calidad (¿?) regresaban, cuando sus agendas frenéticas lo permitían, a hacer alguna experiencia dentro de ámbitos independientes o autogestivos, como para lavar alguna culpa. Ahora –salvo alguno que otro resistente–, ya no: están muy cansados o reniegan de su pasado.

Ahora bien, no todo el mundo se ha ajustado al signo de los tiempos: hay bolsones de resistencia de espacios teatrales y creadores –directores, actores, escenógrafos, etc.– que, si bien no son demasiados, vienen acompañados de nuevas generaciones de artistas que buscan desmarcarse de una realidad que supedita cualquier idea, formato o logro estético al rédito económico. Además, esta contratendencia se favorece con la aparición, dentro del teatro, del concepto de posdramaticidad. Este surge a mediados de los 90 y entiende el teatro no solamente en su formato tradicional y aristotélico (con un principio, desarrollo y fin), sino permeado por otras lógicas y formatos que provienen de la danza, de las artes visuales, del diseño y de la realidad misma. Así, se generan estructuras híbridas difíciles de catalogar y no demasiado redituables económicamente. Hoy la verdadera resistencia al teatro comercial se encuentra en el posdrama.

En este punto, el problema del público –por cantidad, popular, erudito, clase social, o diversos etcéteras– no es un problema que deba incumbirle al artista. El artista tiene demasiado trabajo tratando de construir lo mejor posible su obra. Los responsables de ampliar los públicos a experiencias no tan fácilmente digeribles son únicamente los gestores culturales, que deben diseñar políticas inclusivas que fomenten diferentes modos de mirar el hecho artístico, sin adjetivaciones a priori. El Estado es el gran responsable de construir políticas culturales, para hacer ingresar a la mayor cantidad de gente posible a todo tipo de expresión artística, no como consumidor, sino como partícipe fundamental.

En síntesis: el teatro debería ser incumbencia de todos; por lo tanto, resultado de una gestión de Estado y de los sujetos ajenos a los movimientos mercantiles. Estos últimos, más que nada, reproducen los sistemas de financiación artísticos norteamericanos, que se sostienen por mecenas y por la lógica excluyente del comercio.

“La literatura es asunto del pueblo”, dijo Kafka. Parafraseándolo, deberíamos decir que el teatro, también. Para que lo sea, el Estado y los individuos deben asumir la responsabilidad de que las producciones culturales siempre tienen valor, aunque a veces son de tipo simbólico, pero nunca deficitario.

*Artista multidisciplinario.
Se presentará en la Bienal de Performance 2015, junto a Gabo Ferro haciendo Artaud 1: lengua-madre; 5 y 6 de junio en el Centro de Arte Experimental Unsam (Sánchez de Bustamante 75, CABA).