Desde que existe la industria farmacéutica, los médicos simplemente recetaban el medicamento que creían más conveniente
por su marca comercial. Que era el comprado por el paciente. El correlato era que no había posibilidad de elegir otro de igual
fórmula que, por ejemplo, costara menos o fuera de un laboratorio más prestigioso.
Cuando la salud pasó a ser financiada por obras sociales y empresas de medicina prepaga, éstas se negaron a pagar algunas
marcas imponiendo la elección de otras con igual fórmula pero de costo menor. Todos tenían buenos motivos para respaldar su postura: El paciente porque quería obedecer estrictamente a su médico y comprar el recetado; El médico porque sostenía
que pese a la igualdad de fórmulas los productos de algunos laboratorios tenían efectos superiores al de otro; los Financiadores porque iguales formulas deberían dar iguales resultados, lo que no justificaba pagar los precios del laboratorio más caro.
La aparente solución fue la sanción de la Ley Nº 25.649 “De Genéricos” asumió que, si dos o más medicamentos de marcas distintas pero de igual fórmula que estaban aprobados por el A.N.M.A.T (Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos
y Tecnología médica), tendrían el mismo efecto, por lo que no se justificaba pagar el de precio más alto.
La ley utilizó una nomenclatura diferente a la de la Organización Mundial de la Salud. La OMS establece cuatro categorías:
• “Medicamento original”: contiene un principio activo nuevo y con el que se ha realizado un proceso de investigación y desarrollo. Asume que lo patentó.
• “Licencias” o “segundas marcas”: el mismo producto pero comercializado por otras compañías con autorización expresa del dueño de la patente.
• “Medicamento Genérico” a aquel que es registrado una vez vencida la patente del innovador y que demostró ser bioequivalente.
• Y finalmente: “Copias” o productos “esencialmente similares a otros ya autorizados”: son los que tienen el mismo principio activo, pero no fueron autorizados por el innovador.
Tampoco cuentan con protocolos que demuestren su bioequivalencia. Pero la Ley y su decreto reglamentario N° 987/03, en su aplicación práctica reduce las cuatro categorías a dos: “Los Medicamentos Originales” que en verdad coinciden con la patente y “Los Genéricos” que coinciden con las “copias”. El problema es que con el cambio de denominación y reducción de categorías tenemos una nomenclatura diferente que la OMS. En la farmacia se puede sustituir uno por otro pidiendo “el genérico” sin que el farmacéutico brinde el asesoramiento que le impone el decreto ya que todo se reduce a decirle cuánto vale el recetado y cuánto vale el genérico.
Este sistema un tanto caótico tiene una amplia potencialidad conflictiva y perjudicial para el paciente, pero al parecer todos los laboratorios, cualquiera sea su marca, proveen calidad similar, o nadie advierte defectos perjudiciales y por ello prácticamente
no existen demandas. Contribuyen a eso, los médicos que cuando están convencidos de la mayor efectividad imponen una marca determinada. Por eso y contrariamente a otros sectores de la actividad, (estamos pensando en los juicios de mala praxis) la potencialidad no ha pasado al acto y en materia farmacológica vivimos tiempos de paz.
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