La bestia vuelve a pisar suelo argentino, pero esta vez con el rugido domesticado. Este viernes 17 y sábado 18 de octubre, Guns N’ Roses se presentará en el estadio de Huracán en un formato que tiene mucho más de celebración nostálgica que de amenaza. Con Axl Rose y Slash finalmente amigados tras décadas de una de las peleas más legendarias del rock, la banda que llega hoy es una máquina de revivir clásicos, muy lejos de aquella imagen de “forajidos” que supo aterrorizar a padres y políticos. Por eso, su regreso es la excusa perfecta para viajar en el tiempo y sumergirse en la crónica de su primer, caótico y violento desembarco: la visita que se convirtió en una verdadera batalla cultural.

Era diciembre de 1992. La Argentina del “uno a uno” se sentía, por primera vez en mucho tiempo, parte del mundo. La era de la “pizza con champán” prometía un pasaje de ida al Primer Mundo, y la convertibilidad no solo había reventado la inflación; también había abierto una compuerta cultural por la que empezaban a colarse, en tiempo real, los monstruos del entretenimiento global. Y no había monstruo más grande, más impredecible, más temido y más deseado en ese momento que Guns N’ Roses. No eran una simple banda de rock. Eran un ejército de atrevidos con camperas de cuero, la resaca del sueño americano, la banda de sonido perfecta para el fin de la historia. Y estaban viniendo para acá.

Lo que siguió no fue una simple visita. Fue una colisión de planetas. Un país que salía de décadas de encierro, dictaduras y prohibiciones se topaba de frente con el último gran símbolo del exceso del rock and roll. La previa fue un subibaja de histeria. El gobierno de Carlos Menem, siempre atento al termómetro popular, sufría presiones de todos los frentes para suspender los shows en River Plate. El propio Presidente, en una frase que quedaría para la historia, los calificó de “forajidos”, un adjetivo que, lejos de espantar, agigantó la leyenda y les regaló el mejor titular posible.
Daniel Grinbank, el productor y empresario que se atrevió a traerlos en un momento en que pocos se animaban a semejante apuesta, lo define en su libro autobiográfico “Te amo, te odio, dame más” como un delirio alimentado por una particularidad muy local. “Creer este tipo de rumores no hace más que confirmar la idiotez de una gran parte de los argentinos que creen ser el centro de la tierra”, escribe. “¿Por qué carajo un tipo que no conoce la Argentina iba a tener esa actitud?”. La referencia apunta a la fake news más persistente de la previa: que Axl Rose había quemado una bandera argentina en un show de París. Incluso, llegó a circular que el músico haría lo mismo con sus botas una vez que dejara nuestro territorio. Una mentira absurda que, en un mundo sin internet para chequearla, prendió al instante.

Anatomía de una cacería de brujas
El clima ya venía enrarecido. La gira latinoamericana de la banda había sido un caos. En Venezuela, un intento de golpe de Estado de Hugo Chávez les suspendió el show. En Colombia, la violencia narco de la era Escobar los obligó a tocar y huir en la misma noche. Argentina, sin embargo, preparó un cóctel de hostilidad propio. El peligro no venía de la guerrilla ni del narcotráfico, sino de los despachos oficiales, funcionarios de las iglesias y redacciones de los diarios.
Los medios más conservadores se hicieron un festín. El suplemento Sí de Clarín los había tildado de “vándalos”. Conductores de televisión pedían su expulsión en horario central. La Iglesia advertía sobre la debacle moral que representaban esos “drogadictos” para la juventud. “El supuesto peligro que involucraba ser rockero antes era divertido, era un atractivo más”, analiza hoy el periodista Gustavo Olmedo, en diálogo con PERFIL. Pero en 1992, ese “peligro” se tomó de forma literal. La revista El Porteño documentó las detenciones arbitrarias en las inmediaciones del estadio, donde la policía aprovechaba para “demostrar su poder de fuego” contra chicos cuyo único delito era tener el pelo largo y una remera negra. Se sentía en el aire una revancha de los sectores más reaccionarios contra la libertad que representaba el rock.

El punto de no retorno, el momento en que la caricatura se tiñó de tragedia real, ocurrió el sábado 5 de diciembre. Cynthia Tallarico, una fan de apenas 16 años, se quitó la vida después de que su padre le prohibiera ir al concierto. ¿El motivo? Que su hija hubiera ido a la puerta del hotel a buscarlos, cuando su progenitor le había pedido estrictamente que no lo hiciera. Y para sumar más dramatismo a la historia, el padre se quitó la vida con el mismo revólver, producto de la culpa.
La noticia fue la nafta que el incendio necesitaba. Los medios encontraron su mártir y su chivo expiatorio. El rock, una vez más, era el culpable. La presión sobre Menem y sobre el promotor se volvió asfixiante. El escándalo había llegado a un nivel de locura trágica, donde un recital de rock era presentado casi como la causa de la desintegración familiar y social.
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La batalla desde adentro
Desde el Hotel Hyatt, donde la banda estaba atrincherada y sitiada por fans y periodistas, la situación era de incredulidad. Daniel Grinbank, el hombre en el ojo de la tormenta, tuvo que librar una batalla en múltiples frentes: calmar al gobierno, contener a una banda paranoica y desmentir una catarata de rumores que no paraban de crecer. Revela en su libro la reacción de Axl Rose al enterarse de la muerte de la adolescente: “No lo podía creer. Toda el aura de descontrol que acompañaba a la banda de golpe se transformó en una muestra de profesionalismo y criterio pocas veces vista”.
Lejos de la imagen de vándalos, la banda respondió con un gesto de paz: colgaron del balcón de su habitación una bandera argentina junto a una estadounidense. Axl, habitualmente reacio a la prensa, incluso dio una entrevista televisiva para desmentir las “estupideces” que se decían de él.
La presión, sin embargo, no cedía. Para dar una señal de tranquilidad y desactivar el pánico, Grinbank tomó una decisión inédita y arriesgada: transmitir el primer show en vivo por Telefe. “Arrancó con un rating impresionante”, recuerda en sus memorias. La movida tuvo una doble lectura. Por un lado, demostró la cantidad de gente que no había ido por el miedo infundado. Por otro, expuso el morbo de quienes esperaban ver una batalla campal. “Cuando vieron que no pasaba nada, que el show transcurría con normalidad, el rating se fue desmoronando a medida que pasaban los minutos”.

Los shows fueron impecables, “de los más prolijos y profesionales de su carrera”, según el empresario, que los califica como "de los mejores grupos de rock que vi en vivo en toda mi vida". Guns N' Roses demostró en el escenario por qué era la banda más grande del planeta. Pero el daño ya estaba hecho. Se fueron dejando atrás un país convulsionado. Volvieron apenas seis meses después, en julio de 1993, para dos River más, esta vez sin el circo mediático y con el sabor de una revancha. Grinbank confiesa que no estaba en los planes, pero que les hizo una oferta tan alta, posible gracias al “uno a uno”, que no la pudieron rechazar. Esa segunda visita, que incluyó un allanamiento de los servicios de inteligencia al hotel porque "habían quedado con la sangre en el ojo", cerró el capítulo más intenso de la historia de los mega shows en Argentina.
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El rock en el diván: la mirada de Gustavo Olmedo
Más de 30 años después, ¿podría volver a ocurrir algo así? Para Gustavo Olmedo, periodista con basta trayectoria en medios de Rock y testigo privilegiado de aquella era, la respuesta es un no rotundo. El fenómeno de 1992 fue hijo de un tiempo y un ecosistema mediático que ya no existen. “Antes no había manera de que no supieras que Guns venía. Se enteraba tu abuela, tu viejo, todo el mundo. Era masivo”, explica en diálogo con PERFIL. “Si querías consumir noticias, tenías dos noticieros, un par de diarios, una radio de rock... Los canales eran masivos. Todo el mundo que quería consumir algo determinado tenía menos opciones. Hoy eso está dosificado en millones de publicaciones constantes de todo el mundo”.
Olmedo sostiene que Guns N’ Roses, junto a los Ramones, fue una de las últimas bandas en generar esa “manía local”, esa efervescencia que trascendía a los fans. “Nadie se va a Ezeiza a esperar el avión. Sumaba a la magnitud del espectáculo. Se empezó a perder luego de esa época”. Hoy, la mística fue reemplazada por la eficiencia del marketing digital. “No necesitás todo ese aparato para poder vender. El concierto se anuncia y no hay más entradas en minutos. Te manipulan para que te genere esa necesidad. ¿Qué sentido tiene generar rumores o noticias falsas para atraer al público ahora?”

Para el periodista, vivimos en un paradigma completamente distinto: la era de la nostalgia. “Hoy las bandas clásicas están pasando su mejor momento de convocatoria. Hay toda una generación que no la vivió, y después estamos los que la vivimos y tenemos nostalgia por esa época”. Este fenómeno, que él llama “la era del tributo, el homenaje, el recuerdo, la vejez”, es fogoneado por una industria a la que le conviene más explotar el pasado que crear nuevas estrellas. “Podemos seguir consumiendo muertos eternamente, y eso conspira contra la creación de artistas nuevos. Es mucho más barato así. Los artistas clásicos vendieron hasta su imagen. Los dueños pueden hacer lo que quieran con la obra”.
Aquel escándalo de 1992, con su ruido, su peligro y su autenticidad brutal, hoy parece una pieza de museo. El último rugido de un león que, tres décadas más tarde, sigue llenando estadios, aunque ahora lo haga con la confortable tranquilidad de una leyenda domesticada por el tiempo y el negocio.
TC