“Si hay un pecado contra la vida, quizás no sea el de desesperar de ella, sino el de esperar otra vida y desentenderse de la grandeza implacable de ésta”.
Mucho se ha escrito sobre Albert Camus (1913-1960), Premio Nobel de Literatura en 1957, quien dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre los grandes problemas de la humanidad, tanto desde la literatura como desde el periodismo. Un hombre que se hizo a sí mismo, surgido prácticamente de la nada, se convirtió en un auténtico referente mundial de los valores provenientes del Iluminismo francés del siglo XVIII.
Sobre Meursault, el protagonista central de la primera novela escrita por Camus a los 29 años de edad que revolucionó las letras de su tiempo, y del que el propio Camus dijera que se trataba simplemente de la “historia de un hombre que, sin ninguna actitud heroica, acepta morir por la verdad”, qué no se dijo y escribió:
Carente de la hipocresía necesaria para sobrevivir en la sociedad burguesa. Honesto en extremo hasta la ingenuidad. Refleja la filosofía del absurdo, la sensación de alienación, de desencanto frente a la vida que lo vuelven insensible, indiferente y hasta casi despiadado. Incapaz de asumir los gestos que reclama la teatralidad de la vida social: el dolor ante la muerte, la indignación frente a las injusticias. Y que sólo exige la libertad de no sentir nada. Con él triunfa lo absurdo a través de la sacralización de la muerte, la artificiosidad de los ritos funerarios y del propio luto. En fin, un anormal, un extraño, este extranjero al que parecería que la falta de un sentido en la vida lo llevó lo llevó a ni siquiera luchar por su vida.
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El primer párrafo de “El extranjero”, publicada por la editorial Gallimard en octubre de 1942, llevada al cine en 1967 por el director Luchino Visconti e interpretada por Marcello Mastroianni, anuncia al lector, al tiempo que lo atrapa con lenguaje sintético y chocante, que se halla frente a un personaje atípico:
“Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.” Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.”
Así entramos en la vida de Meursault, quien pide permiso en el trabajo para asistir al funeral de su madre, alojada en un asilo de ancianos a menos de cien kilómetros de Argel. (…).
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El director lo “recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.» Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted.»
Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.
El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere ver a su madre.» Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. (…) En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
Entré. (…) Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.
En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: «La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: «No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene un chancro.» Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
Cuando hubo salido, el portero habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?» Inmediatamente respondió: «Cinco años», como si hubiese estado esperando mi pregunta.