Entendemos como antipolítica todo relato ideológico y herramienta interpretativa articulada que apunta a argumentar, por una parte, la prescindibilidad de estructuras como los partidos políticos y el Parlamento y, por otra parte, la centralidad de la racionalidad técnica en detrimento de la racionalidad política, tanto desde el punto de vista simbólico como desde las prácticas de gestión pública.
El surgimiento de la figura de Javier Milei en la Argentina, como expresión de un fenómeno de rechazo de la política tradicional, no es cosa nueva en el país. Si en el año 2001 la protesta contra el sistema político tuvo expresión a través de la introducción de objetos como rodajas de jamón o boletas con la figura de populares personajes como el de Clemente (“un muñeco sin manos no va a robar”, era la frase más escuchada en 2001), el equivalente en 2023 parece ser Milei, el candidato por la agrupación La Libertad Avanza. La diferencia es que el dirigente libertario aparece hoy como una opción competitiva con respecto a los comicios presidenciales de octubre.
El ascenso del dirigente de La Libertad Avanza podría explicarse por tres factores fundamentales. El primero está relacionado con el contexto regional; el segundo, con la crisis de mediana edad que atraviesa la democracia argentina y, el tercero, con el carácter frecuentemente sorpresivo que ha caracterizado a la política argentina desde 1983.
Con respecto al primer factor, la región ha sido un verdadero campo de prueba para el surgimiento de líderes antipolíticos con diferentes niveles de éxito electoral. Desde los que llegaron al poder como Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Nayib Bukele en El Salvador o Pedro Castillo en Perú, hasta candidatos muy competitivos que quedaron fuera por escasa diferencia en la segunda vuelta como Rodolfo Hernández en Colombia o José Antonio Kast en Chile.
En relación con el segundo factor, el largo ciclo de 40 años de democracia nos enfrenta a un muy modesto balance en materia de satisfacción de las expectativas sociales. Éste ha sido un proceso de escasos logros (una democracia resiliente y un crecimiento de la agenda en materia de derechos civiles de diferente generación) y muchas frustraciones en relación con el incumplimiento de múltiples demandas. No se han cumplido las esperanzas que despertaba aquel lema tan presente en la campaña de Raúl Alfonsín de 1983: “Con la democracia se come, se cura y se educa”.
El resultado, tras estas cuatro décadas, es un Estado con fuertes limitaciones a la hora de proveer toda clase de bienes públicos esenciales como la salud, la seguridad pública, la educación o la Justicia, tanto en el ámbito nacional como en el subnacional y municipal. A pesar de esto, el discurso oficial intenta destacar la idea de un Estado presente, lo cual demuestra un claro desfase entre el relato oficial y la realidad cotidiana de los ciudadanos.
El tercer factor que explica el ascenso de Milei es la amplia experiencia que tiene el país en cuanto al surgimiento de actores políticos, no detectados por el radar de la política tradicional, que rápidamente lograron convertirse en referentes políticos nacionales.
A principios de la transición democrática, a partir de la debacle de Malvinas en 1982, Raúl Alfonsín era un desconocido líder de la Unión Cívica Radical y, apenas un año más tarde, se convirtió en el nuevo presidente de los argentinos. Luego, en 1988, un dirigente periférico del Partido Justicialista, Carlos Menem, derrotó al “candidato natural” de la agrupación, Antonio Cafiero, y empezó su ascendente camino hacia la Presidencia entre 1989 y 1999. Lo mismo podríamos decir de Néstor Kirchner, Mauricio Macri o Alberto Fernández como ejemplo de la rica tradición de “tapados” de la política argentina. Las excepciones han sido Fernando de la Rúa y Cristina Fernández.
¿Quién será el próximo tapado? ¿Argentina está ante el futuro Lionel Scaloni de la política nacional o frente a una nueva frustración colectiva?
Argentina se encuentra frente a un dilema de difícil resolución. Por un lado, el de una clase política que, incapaz de resolver los múltiples problemas de la agenda pública, termina formando parte o, al menos, es percibida como parte del problema. Por otro lado, el de una política amateur de solución rápida y eslógan fácil que, conectando con la ira y el desencanto de buena parte de la población, se convierte en un problema potencialmente mayor.
El 5 de marzo pasado se cumplieron diez años de la muerte de Hugo Chávez. Esto debe servirnos para recordar lo que sucede cuando la política baila al borde del abismo. En Argentina, el líder disruptivo puede estar a la vuelta de la esquina.
*Profesor asociado de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en América Latina Contemporánea, por el Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset (España).
(“https://twitter.com/Latinoamerica21” \h @Latinoamerica21)