Como todo clásico que se precie de tal, Billy Budd, la ópera de Benjamin Britten (1913-1976) que está en escena en el Teatro Colón pero, también la novela del escritor estadounidense Herman Melville (1819-1891) sobre la que se basa, puede ser sometida a múltiples lecturas.
En efecto, son variadas las aproximaciones que se han hecho de la nouvelle dada a conocer luego de la muerte de su autor y, también, las tesis en torno a las cuales los régisseurs han hecho pivotear las no muy numerosas representaciones de esta pieza musical que el compositor inglés estrenó en 1951. Entre ellas debe ser incluida, sin duda, la magnífica versión de Marcelo Lombardero en la actual temporada del Colón, estreno absoluto para nuestro país.
El Teatro Colón presenta Billy Budd bajo la dirección de Marcelo Lombardero
Una de las primeras lecturas que se impone es la jurídica, en la medida en que se trata de una trama en la que el marinero Billy -joven, bello, incauto y muy querido por sus colegas- es acusado falsamente por el Maestro de armas John Claggart de intentar llevar adelante un motín en el barco Indomable, único escenario en el que transcurre el drama que, en tiempos de las guerras napoleónicas, navega permanentemente en alta mar.
Billy Budd
Frente a dicha acusación y de modo accidental, Billy, en presencia del propio Capitán Edward Vere, da muerte a su acusador y es sometido a un juicio sumarísimo y finalmente, en estricto cumplimiento de la ley, es ejecutado.
Vista desde el cristal del derecho, la historia concebida por Melville y adaptada al género lírico por Britten y sus libretistas, pone en tensión la aplicación automática e irrestricta de la letra de la ley sin atenuantes, es decir, soslayando el dilema moral que implicaría sopesar tanto la falsedad de la acusación como la no intencionalidad del crimen.
Tan difundidas como las jurídicas y morales, resultan las aproximaciones a Billy Budd desde un punto de vista filosófico o, más precisamente, existencial: allí el eje está puesto en la tensión entre el Bien (encarnado en el personaje protagónico) y el Mal (representado por Claggart). En efecto, a diferencia de la lectura jurídica, esta perspectiva aparece de modo más explícito sea en el texto de Melville como en la ópera de Britten.
Recordemos a esta altura el dato no menor de que Britten fue un músico abiertamente comprometido con los problemas de su tiempo, objetor de conciencia durante la Segunda Guerra Mundial y que estrenó su obra a pocos años de la derrota del nazismo.
Por aquellos años, grandes pensadores se esforzaban por comprender la esencia y naturaleza de lo vivido y que llamaron el “mal radical”. Una vez más entonces, como en tantos otros clásicos universales, Melville pero también Britten, recrean en nueva clave una de las contradicciones existenciales que aún en nuestros días del siglo XXI nos siguen asistiendo.
Mucho más explícitamente en el de Britten que en el de Melville, Billy Budd habilita una lectura evidente y también difundida en la que se combinan ingredientes provenientes del psicoanálisis con aproximaciones a las hoy mucho más difundidas que en tiempos de Britten, en torno a la cuestión homosexual.

En efecto, la presencia en otras óperas del compositor de personajes homosexuales remite al hecho de que el músico, aunque discreto, nunca ocultó su vínculo profesional pero también amoroso con el tenor Peter Pears, para quien concibió personajes como el propio Claggart.
La atracción inocultable de éste hacia Billy -más velada y sutil en Melville, más dramáticamente subrayada en Britten- constituye una lectura sin lugar a dudas insoslayable, aunque de modo alguno pasible de convertirse en omnicomprensiva.
Bajo esta perspectiva, resulta más que interesante el modo en que Britten y sus libretistas -hombres del siglo XX- resolvieron en el personaje de Claggart la transmutación de esa atracción irrefrenable por la belleza masculina de Billy, en su violenta destrucción. Por el contrario, en Melville -en definitiva, un hombre que escribe desde las postrimerías del siglo XIX- ese contenido de perversión violenta es inscrito en la irresoluble distinción plena entre “lo normal y lo patológico”.
Por sobre todo, ópera
Pero más allá de las múltiples aproximaciones que pudieron y podrán hacerse en torno a esta fascinante historia -en su propuesta escénica actual, Lombardero parece sumar y con acierto a una de inocultables y acertadísimos ribetes políticos-, hay una que resulta central. Se trata de la justicia que sin lugar a dudas implicaría sumar a Billy Budd y a su compositor en el universo indiscutido de los clásicos del género operístico.

En primer lugar, porque al igual que tantas otras expresiones emblemáticas del género lírico hoy consideradas “clásicos”, una de las claves para su consagración como tales residió en el modo en que músicos y libretistas se mancomunaron para lograr diestramente la transposición de un texto originario (teatral o no) a un género nuevo y con características propias. Están allí como muestras indiscutibles Otello o Falstaff de Verdi, Werther de Masseneto Fausto de Gounod, o La Boheme o Tosca de Puccini.
En efecto, en cada una de dichas exitosas transposiciones y también en la que Britten hace de la novela de Melville, resultan igual de sorprendentes tanto la eficacia del resultado alcanzado como la certidumbre -producto siempre de la insondable intuición- de la viabilidad de esa adaptación desde el momento mismo en que el músico toma contacto con la obra original.
Tal como afirma Herrero, en la ópera “…la expresividad se enriquece en la transmutación. La forma, sea recitativo, aria, coro, fraseo… ayuda y significa esta nueva expresividad. La ópera dobla el teatro dramático o el mundo novelístico desde un proceso creacional propio y específico” (Fernando Herrero, La ópera y su estética). El prólogo y el epílogo que enmarcan la obra, la batalla entre el Indomable y un barco francés y el desenlace final con la ejecución del protagonista, no hacen sino confirmarlo.

Pero ya sabemos que la ópera no es solo texto. También (¿o sobre todo?) es música. Y es sobre todo allí, en esa fusión equilibrada y fecunda de ambos lenguajes, en donde emergen -en el decir de Williams- los “mecanismos del artificio”, es decir todos y cada uno de los elementos que vuelven única a la ópera. Porque “…cuando volvemos a ver una ópera de gran efecto, no porque sea el tipo de obra que comprenderíamos mejor al repetir la experiencia, sino únicamente porque queremos disfrutar de una buena interpretación, el goce en lo que al drama respecta es mayor debido a esa sensación de familiaridad, a que estamos observando los mecanismos del artificio” (Bernard Williams, Sobre la ópera).
Billy Budd, el caso de una obra de un compositor contemporáneo, poco difundida y en nuestro medio, por estos días, subiendo a escena por primera vez- es, nada más y nada menos que eso: una cabal e indiscutida expresión del género lírico. Los amantes de la ópera, felices en reconocer en Britten y en esta versión de Lombardero del Teatro Colón, la presencia de aquellos indispensables y fascinantes mecanismos del artificio.
*Director del Museo Histórico Sarmiento. Sociólogo (UBA) especializado en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM).
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