OPINIóN
Tensión

Deterioro institucional en España y el papel de Alberto Núñez Feijóo

En medio de una crisis de institucionalidad en el país, el político español aparece como una alternativa para restaurar la institucionalidad o dejar que España se deslice hacia un escenario aún peor.

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España atraviesa uno de los momentos más críticos desde la recuperación democrática, un proceso de degradación institucional que desborda la lógica partidaria y expone la fragilidad de las estructuras que deberían garantizar el equilibrio de poderes. El sanchismo, que durante años se sostuvo sobre una combinación de relato, alianzas tácticas y control narrativo, ha entrado en una fase de descomposición acelerada.

La detención de José Luis Ábalos, el encarcelamiento de Koldo García, las investigaciones que alcanzan a Begoña Gómez y David Sánchez y la condena al fiscal general configuran un escenario que la teoría política describe como “implosión del círculo de poder”: cuando quienes construyeron el núcleo del proyecto terminan siendo absorbidos por las mismas dinámicas judiciales que intentaron evitar.

El propio Ábalos, desde X ha lanzado mensajes que mezclan defensa personal, victimismo político y acusaciones veladas de “liderazgos autoritarios” en un “estado de derecho degradado”. Cuando la disidencia viene desde el círculo íntimo del poder, la fractura ya no es solo jurídica: es moral, política y estructural. En paralelo, los datos muestran que esta crisis no es solo un fenómeno de élites.

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Crisis en España: Renuncia el fiscal general de Pedro Sánchez, condenado por filtrar secretos de un caso político

La mayoría de los españoles considera que el país es menos democrático hoy que antes de la llegada de Pedro Sánchez a la Moncloa, un juicio que incluso alcanza al 19% de los votantes del PSOE. Este dato, inquietante (encuesta de La Razón) desde cualquier perspectiva institucional, revela que la erosión no está circunscrita a la oposición, sino que perfora la base de legitimidad del propio oficialismo. A ello se suma un hecho simbólicamente devastador: José Luis Ábalos Meco, de 65 años, entró ayer en la cárcel de Soto del Real, convirtiéndose en el primer diputado de la historia española que pasa directamente del escaño a la celda.

Según su entorno, Ábalos tiene una aversión profunda a la autoridad y, tras ser expulsado del PSOE, se jactaba de no estar sometido a disciplina alguna. Su mirada, permanentemente en tensión, retrataba a alguien dedicado casi en exclusiva a defenderse mediática y judicialmente. Ahora, el hombre que renegaba de toda autoridad queda sometido a la forma más estricta de control estatal: la prisión. Su ingreso es algo más que un suceso penal; es la metáfora perfecta de un proyecto político que pierde cohesión y sentido. En este contexto, el Gobierno ha acusado el golpe con una intensidad que ya no puede disimular. La condena al fiscal general, la entrada en prisión de Ábalos y el recordatorio abrupto de su precariedad parlamentaria conforman un triángulo de crisis que erosiona simultáneamente la legitimidad jurídica, la autoridad política y la capacidad de gobernabilidad del sanchismo.

Cada uno de estos episodios, por separado, sería grave; juntos operan como un diagnóstico clínico del deterioro institucional. La fragilidad parlamentaria no es un dato coyuntural, sino la evidencia permanente de un Ejecutivo que no gobierna desde la fortaleza, sino desde la aritmética desesperada. Pedro Sánchez, lejos de apoyarse en una coalición estable, administra mayorías efímeras, sometidas a chantajes territoriales y condicionadas por su propia supervivencia política. En este escenario, la figura de Alberto Núñez Feijóo emerge con una relevancia particular. Su declaración de que España está “harta del desprecio, de la arrogancia, de que nos roben la democracia y las instituciones” puede leerse como un intento de asumir el rol opositor que el momento demanda. Pero ahí aparece el contraste entre la contundencia del diagnóstico y la precariedad de las herramientas políticas disponibles.

Feijóo dejó al descubierto su dificultad para ser investido

Feijóo reforzó ese clima de urgencia con una apelación directa a la ética pública: “Este país no se merece que los representantes de una España decente nos quedemos quietos”. Desde Génova vinculó lo sucedido a “una sombra más de la corrupción que rodea a Pedro Sánchez”, buscando instalar al PP como la última frontera moral ante el derrumbe institucional. Sin embargo, tras el énfasis retórico emerge la realidad parlamentaria: el PP quiere poner fin al Gobierno socialista como sea, o mejor dicho, como pueda, porque carece de los apoyos para articular una moción de censura. La aritmética es implacable: sin el voto favorable de Junts, cualquier intento se vuelve inviable. Por eso Génova traslada parte de la confrontación al terreno social, intentando generar un clima de movilización que compense la debilidad legislativa. Pero incluso allí aparece un matiz incómodo: el PP cree generar más ruido del que realmente se traduce en impacto político. La estrategia del clamor corre el riesgo de convertirse en un espejismo, un recurso que expresa más la necesidad del partido que la intensidad real de la ciudadanía.

En este marco, Feijóo ¿estamos ante un tiempista lúcido que espera el instante exacto para intervenir o ante un dirigente que, paralizado por el cálculo, observa cómo el país se desliza hacia una crisis mayor sin atreverse a encabezar la salida? Las democracias sólidas exigen que un Ejecutivo rodeado de causas penales graves se someta al escrutinio ciudadano mediante elecciones anticipadas. Sánchez, sin embargo, opera desde otra lógica: la supervivencia como único proyecto. En ese tablero, esperar puede ser prudente o suicida. Si Feijóo no exige elecciones inmediatas, corre el riesgo de quedar fijado en la memoria pública como el dirigente que dejó pasar la mayor oportunidad de las últimas dos décadas para restaurar la institucionalidad. Entre el timorato y el tiempista hay una línea muy delgada, y España agotada, indignada y expectante, observa quién se atreverá a cruzarla.