Desde que comenzó el año, y en medio de esta pandemia, casi cada semana se ha dado la desaparición de una mujer, de diferentes edades. Muchas de esas desapariciones, lamentablemente, han terminado en femicidios. Según estadísticas, en la Argentina hay un femicidio cada 24 horas. Solo basta mencionar los que tomaron más resonancia pública: Úrsula Bahillo (Rojas), Ivana Módica (La Falda, Córdoba), Guadalupe Curual (Villa La Angostura), y la desaparición aún de Tehuel (San Vicente) hace más de 15 días.
Estas últimas semanas, la aparición con vida de la niña “M”, de 7 años, encontrada luego de tres días en condiciones de extrema vulnerabilidad, nos lleva a reflexionar sobre la importancia de que exijamos a la Justicia y a las fuerzas de seguridad que activen las búsquedas rápidamente, sin esperar a que los captores, secuestradores, parejas, o algún familiar cercano, terminen con sus vidas.
Podemos visibilizar a estas mujeres y niños, y exigir que no se naturalicen los finales trágicos; podemos cambiar el desenlace, como en el caso de la niña “M” gracias a que una vecina de Luján la reconoció, avisó a la policía y así fue rescatada.
Somos responsables, como sociedad, de ayudar a otras mujeres, jóvenes o niñas que atraviesan situaciones de vulnerabilidad o violencia. Y esto implica realizar un cambio cultural a través de un mayor diálogo, apertura e interacción con el otro (Mead, 1991) siendo más solidarios, ayudando a los otros, valorando los vínculos afectivos desde el afecto –y no desde el apego, la dominación o la posesión–; ayudando a que las personas sean más libres, no sientan miedo y valoren su dignidad. Hacer esto, más allá de las diferencias, los orígenes sociales, las creencias religiosas o políticas. Todos tenemos los mismos derechos y dignidad.
Es prioritario enseñar a nuestros hijos e hijas que las situaciones abusivas o de maltrato no deben aceptarse ni dentro ni fuera del hogar, ni por parte de un familiar; que no tengan miedo a denunciarlas, ni den lugar a pensamientos como “la culpa es mía”, “algo habré hecho mal para merecer esto” o “no queda otra cosa que aguantar”.
Es clave que dejemos de victimizar a la “víctima” y actuemos involucrándonos. Muchas veces cuesta intervenir o hablar de estos temas de manera preventiva; dudamos de lo que pasó, y queremos saber más acerca de cómo vivía y por qué aceptaba una relación violenta. Pero eso no es lo fundamental; no importa la edad, ni el nivel educativo o social. Cada mujer en este país merece ser escuchada y contenida, es su derecho.
Es necesario que existan más ámbitos para pedir ayuda, y profesionales que contengan y acompañen en el proceso, como ha sucedido con algunas instituciones educativas y ONGs, que el último año, en medio de la pandemia, han ayudado a niños/as y adolescentes que atravesaban situaciones de violencia intrafamiliar, a que pudieran animarse a denunciarlo.
Como dice el filósofo personalista Martín Scheler (2010), “la persona, por estar dotada de autoconciencia y libertad, es capaz de descubrir, en los demás, valores. Es a través de la persona que los valores se dan a conocer”. Es decir, en la persona se realzan los valores abstractos y la ética. Por ello, aprender y enseñar a amar no es solo un sentir o una función, sino un acto y un movimiento.
Amar también es involucrase con la vida del otro, con una palabra a tiempo –que puede significar un antes y un después para una mujer que sufre violencia–, o en ayudar a encontrar a alguien que está desaparecido, como esta niña.
Animémonos a abrazar a estas familias. Sigamos exigiendo e involucrándonos, para que el Estado actúe a tiempo y en forma preventiva para resolver las carencias y múltiples necesidades de tantas “M” que viven en situación de calle.
La meta es que no haya más desapariciones de mujeres ni niños, ni finales que terminen con sus vidas. Y si la sociedad se involucra, podemos alcanzarla.
*Socióloga, politóloga, especialista en Sociología de la Infancia, profesora de la Facultad de Ciencias Biomédicas de la Universidad Austral.
Producción: Silvina Márquez.