Esta mañana me encontré con un anuncio de @elbolsonorganico que dice, “ir a la verdu ya pasó de moda – pedí tu bolsón y recibilo en tu casa.” Lo que me llamó la atención no fue la oferta de delivery, si no más bien el hablar de ir a un local como cosa del pasado.
Por otro lado vi un post de una influencer en España que señala a un código QR sobre una mesa de madera y comenta, “el menú se lee con código QR para no tocar la carta, pues Covid”.
Una cadena global de fast-food ha lanzado una iniciativa para hacer tus pedidos en el drive-thru, en la cual las órdenes están impresas en los barbijos así los consumidores no tienen ni que hablar. (Está comprobado que la conversación es una manera efectiva de transmitir el Covid-19).
No es novedad que lo móvil y digital viene a substituir muchas cosas que antes hacíamos en persona y con el tacto: Las citas online existen desde el ’95, y el primer libro electrónico ya tiene casi 15 años de vida.
La gran diferencia es que hasta ahora: a) estas no remplazaban por completo el contacto físico con las personas y los objetos y b) el hacerlo de manera física no se consideraban un peligro.
El contacto como una “amenaza” es tal vez lo más novedoso que nos trae esta pandemia, sobre todo para nosotros en el mundo occidental. La cultura japonesa ya acostumbraba a mantener cierta distancia, a saludarse solo con un gesto corporal, y a llevar barbijo en el tren. Para ellos el distanciamiento y el uso de las máscaras existe desde el siglo XIX: tan habitual como quitarse los zapatos al entrar a un hogar o comer con palillos.
Para nosotros, el contacto es el epicentro de nuestras costumbres. Somos de los besos, de las charlas, de las juntadas masivas y de creer que “siempre hay lugar para uno más”. En nuestra cultura el contacto está asociado al disfrute de la vida y forma parte de nuestra identidad.
Después de cinco meses de pandemia, vemos que las personas y las marcas se están adaptando de manera extraordinaria para llevar a cabo su día a día con la mínima cantidad de contacto, o de manera contact-less.
Hasta ahora, los sistemas contact-less tenían como objetivo ser más agiles y eficientes. Los pagos sin contacto, acceder al celu con la retina, preguntarle a Siri qué hora es, todo esto pretendía mejorar la experiencia del usuario, no existía por temor a el contagio.
Sabemos que algunas de las tecnologías que se hacían cada vez más presentes como los “dispositivos operados por voz” y los “wearables” –los accesorios que miden nuestra bio información– se están haciendo cada vez más accesibles para el público en general y van a estar cada vez más presentes en nuestra vida cotidiana.
En lo que corresponde al mundo de las compañías y las marcas, mi apuesta es que en la medida en que las experiencias digitales se sigan volviendo cada vez más democráticas y accesibles para todos, las experiencias físicas tendrán una relación inversa, volviéndose cada vez más valiosas y premium.
En otras palabras, el precio de los productos y experiencias digitalizadas va a bajar mientras el precio de los productos y las experiencias IRL (en vida real) van a ser cada vez más costosas. Es posible que en tan solo un par de años, un Apple Watch nos llegue a costar 15 dólares y una noche de cine en pareja nos cueste el triple (o que una clase con instructor privado por zoom nos cueste 5 dólares, mientras una clase de zumba con otras 20 mujeres en un salón nos cueste $100.)
En definitiva, estas son algunas de las herencias de la pandemia; al establecerse el contacto como una amenaza, el Covid vino a acelerar algo que ya era una tendencia emergente, un mundo donde cada vez es más productivo y más práctico operar sin la necesidad del contacto físico.
Y donde la experiencia física se vuelve cada vez más significativa y valiosa. Y seguro como toda herencia, aparezcan varias sorpresas más en lo que resta del 2020.
*Directora de Planning de Mercado McCann.