OPINIóN
Poder y efectos

La compulsión en la política

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Milei. Ejerce presión en redes, pero nunca en el territorio real. | AFP

En las reglas del articulista no está la de comenzar una reflexión con una pregunta pero, en este caso, el interrogante se impone: ¿En cuál Javier Milei encontramos realmente al Presidente?

El título con el que Financial Times encabezó su entrevista: “No necesito al Congreso para transformar la economía”, hacía suponer el tono beligerante de su discurso ante la Asamblea legislativa. Hubo, en la previa, amenazas de algunos de sus integrantes de desairar la investidura si algún exabrupto presidencial –de los que utiliza mucho en sus redes– llegara a aparecer durante la sesión.

Sin embargo, nada ocurrió. Esto llama la atención sobre una regularidad en la comunicación presidencial: un estilo que se divide en dos, con un costado compulsivo, que roza la agresión, la descalificación, el insulto y hasta el mal gusto, y el tono de los discursos del día que ganó el balotage, el de la asunción, el del Foro Económico Mundial, el de esta apertura de sesiones.

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El comportamiento compulsivo se define por acciones repetitivas muy difíciles de detener, aun conociendo su efecto dañino sobre la propia persona o sobre los demás. Es el Milei de las redes. La compulsión suele maridar con las obsesiones, que pueden dominar la vida entera de una persona, transformando ciertos hábitos en trastornos obsesivos compulsivos.

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Javier Milei. Foto: AFP

Pero la compulsión en la política es mucho más que la consecuencia de un líder que no se controla a sí mismo. Es, también, una estrategia, que viene de los manuales militares, y que se aplica con una clara intencionalidad: reducir al adversario a la perplejidad, desorientar y confundir para desinflar su voluntad.

El escenario más habitual de la compulsión política es la tensión entre naciones cuando se produce un conflicto de política exterior. La previa al uso de armas, las amenazas, la intransigencia, son todas herramientas de la estrategia compulsiva: acciones que buscan la preeminencia de un bando sobre el otro, y que uno de los dos abandone su posición o la revise.

El gobierno de Javier Milei opera bajo la lógica de la compulsión: en el desborde que amedrenta. Hasta ahora, los momentos que preceden a sus actos o decisiones importantes están atravesados por rumores de violencia, de advertencia por una posible explosión presidencial que patearía el tablero del sistema.

El propio Presidente ejerce esa presión en redes, pero nunca en el territorio real de combate. Por el contrario, cuando se enfrenta cara a cara a “los políticos” o a “la casta” suele adoptar un tono de moderación y, si bien se permite ironías y chicanas, no suele ser un mal anfitrión ni un mal invitado. Es el Milei de los discursos de Estado.

El peor de los efectos de la política de la compulsión lo está sufriendo la oposición, que espera gestos de gobernabilidad democrática, pero no encuentra cómo tratar a este gobierno en ese terreno. La compulsión los obnubiló, les confundió brújula y mapa. Mientras se vuelven a encontrar, impostan indignación y preocupación democrática.

Así y todo, el juego del Presidente es delicado, porque el factor determinante para que la política de la compulsión funcione es que se base en una autoridad sólida, porque el verdadero poder es el que tiene efectos antes de tener que actuar. El revés con la ley ómnibus debió ser una dura advertencia.

Si el Presidente no consolida poder en el terreno de los hechos y se sigue conformando con la compulsión, cuando se socave la fuente de su apoyo corre el riesgo de volver a parecerse más a un panelista de programas de televisión que a alguien que conduce las riendas del país.

*Analista político.