No sabemos hasta dónde la pandemia en la que nos encontramos, traza un antes y un después civilizatorio, que incluye en esa amplitud y profundidad de horizonte, también a la educación. Pero sea de eso lo que fuere, hay un antes de la pandemia que permanece, en el estado de cosas de la educación en nuestro país. Por ello, no podremos pensar políticas públicas dirigidas a un porvenir pandémico o postpandémico, si no tomamos en cuenta esas circunstancias preexistentes.
La educación debería volver a ser entre nosotros una Razón de Estado, como suele decirse, como lo fuera en tiempos fundacionales. En aquella gesta histórica se forjaron ficciones que, para bien o para mal, nutrieron la nación que somos. Lemas como “gobernar es poblar” o “gobernar es educar” contuvieron ese germen de ficción que una sociedad requiere para su cohesión. Hoy los lemas serán otros, pero que los haya es igualmente necesario. “Educar es construir ciudadanía” podría ser uno de ellos, por caso.
“Con la democracia se come, se cura, se educa” fue uno de los lemas enunciados por Raúl Alfonsín en el retorno de la democracia. Medir la distancia entre ese casi mantra y la realidad presente, no debe llevarnos a la fácil crítica del mismo, sino a la de las fragilidades que supimos conseguir. En todo caso, y con mayor modestia, diremos que la Argentina sigue al menos eligiendo no cumplir ninguna de esas misiones contra la democracia, lo que ya es algo conquistado. Además, el equívoco de la realidad de estos años es evidente: en la escuela se come tanto o más de lo que se educa y en tiempos de pandemia, al menos preventivamente, nos curamos en casa más que en sanatorios y hospitales.
Pero la construcción de ciudadanía es solo un plano de la educación. Conviene reparar en una felicidad del idioma: “educar” admite el reflexivo: en el proceso educativo en el que se recibe ciudadanía ocurre otra cosa: la infancia y la juventud se educan, incluso a pesar de o contra la instrucción. Si se nos permite el forzamiento de la lengua, podríamos decir que educarse es aprenderse, en el sentido de que la educación debe apuntar a la germinación de humanidad en las nuevas generaciones, esto es, a no obstaculizar las energías creativas de la libertad que toda vida puede y debe desarrollar.
Ahora bien, la educación requiere de un lugar. Y este lugar es doble: la escuela y el hogar, porque si la familia es muchas veces foco de incapacidad intelectual, de deformaciones y desvíos de conocimiento, también es la sede de los principios objetivos de cualquier ética. Y justamente, en estos tiempos de pandemia sanitaria y de la cuarentena forzada como respuesta, se ha visto la extraordinaria importancia de una alianza entre familia y escuela. Pero es ahí donde nuestras mayores preocupaciones se presentan. En efecto, en la Argentina hay millones de hogares diezmados por hambre, falta de trabajo y aun miseria, ¿cómo podríamos esperar que contribuyan con su fuerza a esa alianza con la escuela?
Aprender se aprende en muchos contextos diferentes: en el trabajo nos educan las cosas mismas, en los procesos de socialización nos educamos mutuamente con nuestros semejantes, y en la política, que debiera recrear la vida partidaria, aprendemos a convivir con las pasiones que se nos oponen, las opiniones contrarias y los intereses adversos.
Por ello, no se trata solo de familia y escuela, sino también de trabajo y de ágora, en el que el debate de ideas consagre el respeto por el oponente, de modo que incluso la guerra - que, como dijera ya Heráclito, es padre de todas las cosas – juegue a favor de un orden social vivible. Hace pocos días, nada menos que Cecilia Todesca, la vicejefa de gabinete, dijo “está siendo difícil vivir en la Argentina”. En un todo de acuerdo con esa afirmación, apostemos a la educación como una fuerza de transformación, recuperando, incluso en sus planos más ficticios, el ideal de una nueva gesta que haga menos difícil vivir en nuestra patria.
Por Samuel M. Cabanchik