OPINIóN
Opera

La Traviata, entre la vida privada y la vida pública

El Teatro Colón eligió la obra de Giuseppe Verdi para cerrar la temporada lírica oficial. Su versión de La dama de las camelias superó con creces la popularidad de la obra que la inspiró. Por qué dice el autor que como buena obra romántica, el género epistolar “es el cemento de la trama”.

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La Traviata cerró la temporada lírica del Colón. | X @rapunzeldin

Hay consenso entre los historiadores de la música en reconocer en la larguísima trayectoria creativa del compositor italiano Giuseppe Verdi (1813-1901), tres “maneras”. Todas ellas, aunque cada una de modos distintos, fueron expresiones del romanticismo decimonónico que, casi, el músico parmesano vivió por completo.

Luego de la “prima maniera” que abrevó en hechos ocurridos en el pasado y en las más diversas geografías para insuflar el nacionalismo con el que se cimentó el proceso de la Unificación italiana, en la “segunda”, Verdi le echa mano –aunque siempre con la misma maestría teatral y musical- a eficaces historias, aunque de otros tipos.

En el centro mismo de esa “segunda forma” de la expresión verdiana, ocupa un lugar destacado la no por nada popularísima La Traviata, una creación en cuatro actos con libreto de Francesco Maria Piave, estrenada en 1853 y que es el título con el que el Teatro Colón ha puesto fin a su Temporada lírica oficial.

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Claro que, en este caso, la recurrencia a la novela La dama de las camelias de Alexandre Dumas (h) publicada pocos años antes que la ópera, implicó todo un pronunciamiento de Verdi respecto de una obra que sin dudas constituía ya un genuino retrato de época. Pero la genialidad del compositor para recrear musicalmente grandes textos y sumarlos al repertorio lírico no era ni dejaría de ser, una constante que tuvo su expresión más emblemática en las obras de Shakespeare que abordó.

En La Traviata, Verdi hace convivir de modo fascinante esa tensión privado-público de la que da cuenta la novela romántica en general y la de Dumas en particular"

Sea Macbeth, Otello o incluso el Falstaff, su testamento basado en Las alegres comadres de Windsor, pasados por el tamiz del género lírico y del pentagrama de Verdi, devinieron en otra cosa. Como también terminaría siéndolo la taquillera Traviata, hoy infinitamente más popular que la novela que fue fuente de inspiración y, además, una de las óperas mundialmente más representadas.

Sea como sea y una vez más, la genialidad verdiana deja traslucir en este título rasgos más que distintivos de una época y, también, resulta interesante el modo en que la puesta en escena de la actual versión del Colón reinterpreta las decisiones originales de la dupla Piave-Verdi.

Vida privada y vida pública en cuatro actos

SI algo caracteriza al romanticismo decimonónico en los más diversos aspectos de la vida social, es el estatus que adquiere la interioridad de la mano de la consagración casi sin límites de la subjetividad.

En efecto y más allá de las resistencias monárquicas o los ataques del socialismo en sus diferentes variantes, luego de la Revolución Francesa el liberalismo triunfante -de la mano de una burguesía también triunfante- comenzó a dar forma a un mundo en el que el capitalismo industrial ya no tenía marcha atrás.

La defensa a ultranza del individualismo y de la libre iniciativa, indispensable para la acumulación capitalista, forjó progresivamente un cada vez más sólido espacio “puertas adentro” que tuvo sus más variadas expresiones en el universo de la creación, al punto de volverse irreversible la marcha hacia la consagración del derecho de propiedad intelectual.

En el campo de la música, junto con la consolidación de los conciertos con público, se registró un auge significativo de la música de cámara, así como expresiones aún más intimistas, como fueron los ciclos de canciones para voz y piano (lieder) a ser representados en ese ámbito por antonomasia de la burguesía: el salón.

Pero a la par de ese proceso de “privatización” y casi como las dos caras de una misma moneda, se asistía a la afirmación de una esfera pública la que, junto con la consolidación de los Estados nacionales, tuvo en la prensa su combustible indispensable a la vez que su visibilidad más palmaria.

En definitiva, estamos frente a un proceso en el que “lo privado” se consolida a la par y aunque parezca paradójico de la, en términos de Jürgen Habermas, la “esfera pública”.

A lo largo de los cuatro actos en los que se estructura la trama de La Traviata, Verdi lee, resalta y hace convivir de modo fascinante esa tensión privado-público de la que da cuenta la novela romántica en general y la de Dumas en particular.

Las fiestas (primer y tercer acto) exhiben una potente sociabilidad puertas adentro (amorosa entre Violetta y Alfredo; amistosa entre la primera y Flora) y, una vez más con Habermas: “El talante burgués se diferencia del cortesano en que, en la casa burguesa, el espacio festivo es también habitable, en tanto que, en palacio, incluso el espacio habitable es festivo” (Historia y crítica de la opinión pública). Esta realidad encuentra su contraste en ese “populoso desierto que llaman París” al que se refiere la protagonista en la famosa aria con la que cae el telón del primer acto.

‘Nabucco’, de Verdi, o la invención de una tradición

Esa misma capital francesa que comenzaba lentamente una impactante transformación arquitectónica en sintonía con una fuerte expansión demográfica- y de la que se han alejado los novios para enclaustrarse en la interioridad campestre en donde transcurre todo el segundo acto. Y también, la misma urbe que pujará por inmiscuirse en el dormitorio de la agonizante Violetta cuando decide abrir las ventanas para contagiarse “dentro” y en algo de la algarabía de los festejos callejeros del Carnaval.

Un tiempo epistolar; una ópera epistolar

“Escribiendo cartas se robustece el individuo en su subjetividad” (J. Habermas).

El tránsito entre el siglo XVIII y el XIX -el del surgimiento del romanticismo- fue el tiempo de la novela, qué duda cabe. Pero también lo fue el de la consolidación y diversificación del diarismo –como expresión más emblemática de la ya mencionada expansión de la esfera pública-, y del género epistolar como una de las expresiones más notorias de la intimidad propia de la esfera privada.

En efecto, y antes de que las comunicaciones comenzaran a verse afectadas por los nuevos mecanismos tecnológicos -como el telégrafo-, las cartas pueden considerarse como el medio de expresión privilegiado de la época. Una vez más y en tanto expresión paradigmática de una época, el teatro musical verdiano se hizo eco de estas expresiones y la práctica epistolar encuentra en sus óperas un recurso al que el compositor echará mano de modo recurrente.

Pero en La Traviata podría afirmarse que la correspondencia es el cemento de la trama: todo el segundo acto –decisivo en el nudo de la historia- es esencialmente epistolar, como lo es la lectura de una misiva antes de la famosa y conmovedora aria “Addio del passato…”, el vehículo elegido para exhibir como definitivamente inevitable el desenlace trágico del drama minutos después.

Romántica y realista

Sea como sea, es nuevamente la maestría de la dupla Piave-Verdi -con la novela de Dumas como telón de fondo- la que logra convertir esta historia en una ópera, y esta ópera, en una expresión paradigmática de su tiempo: el de la “revolución burguesa”, en el decir del gran historiador inglés Eric Hobsbawn.


La Traviata en el Colón

La transposición de la versión del drama de Verdi a los años sesenta del siglo XX en la reciente representación del Teatro Colón –a cargo de Emilio Sagi, Daniel Bianco, Renata Schussheim y Eduardo Bravo-, resulta por demás coherente y original, si se acepta como posible la lectura interpretativa que estas líneas proponen.

Si hay algo que aquella década trajo aparejada como pocas –y tal vez de allí en más- fue el proceso paulatino de desdibujamiento entre vida privada y vida pública. O, al menos, una cada vez más indiscutible irrupción de la primera en la segunda. Y en una nueva, aunque diferente vuelta de tuerca, la prensa –potenciada por la televisión- se convertiría en el canal privilegiado para que, en contraposición a la separación promovida por el diarismo en tiempos de Verdi, aquella separación comenzara a perder fuerza.

Junto con el aligeramiento del vestuario y el despojamiento de los recintos en donde tiene lugar la acción, los responsables de esta versión volvieron -como fue tan común en los sesenta- algunas escenas fotografiables, sea por la inclusión de “fotógrafos” destinados a cumplir esa tarea o por la disponibilidad misma de los personajes a posar deliberadamente para ese registro. Se trata de un recurso que no hace sino rememorar el modo en el que por aquellos años -en similares “pomposas fiestas”- los escándalos privados se volvían cada vez más públicos a través de los medios.

En definitiva y para quienes tuvieron la dicha de poder asistir a estas representaciones tan exitosas de La Traviata, pudieron enfrentarse a un interesante ejercicio transpositivo que vuelve aún más comprensible la consolidación de dos procesos indisolublemente ligados: el social, del ascenso de la burguesía, y el cultural, de la consagración irresistible del teatro lírico.