Reclamar al derecho vigente, en la Argentina de aquí y ahora, como un “derecho de izquierda”, no debiera verse como una provocación ni como un exotismo extemporáneo. No se trata de una bravuconada, sino de una certeza derivada del texto de una Constitución como la nuestra, a la que cualquiera accede, que cualquiera puede leer. No se trata, tampoco, de una rareza, ni de una demanda fuera del tiempo, sino de una descripción de lo que nuestro derecho exige, en el opaco momento histórico en el que nos toca vivir. Ocurre que nuestro derecho constitucional tiene una impronta igualitaria muy fuerte que, además, no puede dejar de tener. El derecho lo sabe, como lo supo siempre: de otro modo, no consigue lo que necesita, esto es, legitimidad democrática, esto es, ser aceptado por todos. Por ello, inequívocamente toda Constitución representa, antes que nada, un pacto entre iguales. Ése es el We the People al que alude cualquier Constitución, en su primera línea; ése es el “gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” del que hablaba Abraham Lincoln en su lucha anti-discriminatoria. El derecho habla y necesita hablar el idioma de la igualdad: no conoce otra lengua que ésa.
Por lo dicho, ninguna lectura de la Constitución resulta adecuada si concibe a los derechos constitucionales como exclusivos de un sector o como preferentes para alguna clase. Es que se trata de lo contrario: los derechos son universales, incondicionales, irremovibles. Los derechos son iguales para todos: ningún sector social puede quedar privado de sus derechos básicos, siquiera por un solo día.
Alguno dirá: hablamos entonces de fantasías, de una Constitución despistada, porque cuando miramos alrededor, no nos encontramos en absoluto con ese derecho igualitario al que aquí se apela. Gran error: cuando nació nuestro constitucionalismo, si mirábamos a los costados lo que encontrábamos eran esclavos, pero eso no significaba que la Constitución debía avalar la esclavitud, ni que, por negarla, se convertía entonces en una mera quimera: una Constitución de fantasía. La Constitución, por suerte, hizo entonces lo que debía hacer: consagró derechos, afirmó que en la Argentina no había más esclavos, y sostuvo que nadie tenía el derecho de esclavizar a los otros. La Constitución -insisto- hizo lo que tenía que hacer: marcó un horizonte igualitario e irrenunciable.
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La impronta inequívocamente igualitaria de la que hablo es propia de cualquier Constitución, por serlo. Pero además, en casos como el de la Argentina, se trata de una marca de identidad incorporada en el propio texto de la misma, desde su nacimiento. Y ello, porque los delegados de antaño, los apocados liberales y conservadores de hace doscientos años, reconocieron al igualitarismo -a la igual libertad- como una opción ineludible. Por eso aludieron a la “noble igualdad”, por eso escribieron, en el corazón de la Constitución, que “La Nación Argentina no admite...fueros personales ni títulos de nobleza”; por eso afirmaron el principio de la igualdad ante la ley; y por eso, a lo largo de todo el texto de la Constitución, asumieron compromisos que harían empalidecer a los liberales y conservadores de hoy. Doy sólo un ejemplo adicional, para que empalidezcan un poco quienes critican hoy al garantismo, y consideran al término como si fuera un insulto. Dice la Constitución (como lo pensaba el ahora venerado Alberdi): “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquella exija, hará responsable al juez que la autorice.” Noble garantismo radical, del siglo xix, que deja en claro los modos reaccionarios en que piensan los penalistas del presente.
Mucho más que eso, por supuesto. Y es que la Constitución Argentina adquirió, con el paso del tiempo, un perfil, un carácter igualitario mucho más definido. Así, y desde hace casi un siglo, la Constitución comenzó a utilizar un lenguaje reformista, radicalizado, que otras disciplinas -todavía hoy- ni se animan a ensayar. La Constitución habló, por ejemplo, de la igual remuneración por igual tarea; de la organización sindical libre y democrática; del derecho de huelga; de la participación de los trabajadores (cito) “en las ganancias de las empresas, con control de la producción y colaboración en la dirección”. Todo ello, entre muchos otros reclamos absolutamente relevantes en el tiempo presente: reclamos vinculados con el derecho a la protesta; con el derecho a la vivienda digna; con el derecho a una crítica radical sobre los funcionarios públicos, políticos o judiciales.
Para quienes escuchan con sorna estas afirmaciones, pensando que tenemos un derecho meramente retórico o declamativo, hay malas noticias. La Constitución no incorpora esos compromisos igualitarios como mera poesía, o como espejos de colores. Por el contrario: lo hace para definir cuál es derecho vigente, y qué acciones pueden considerarse violatorias de ese derecho. Por eso, los incumplimientos constitucionales no pueden ser tratados como cuestiones de detalles, como descuidos que trataremos de resolver la próxima vez. Por eso también, la Constitución no puede ser vista -como parecen entenderla nuestros frívolos economistas, de hoy o de ayer- como un listado de objetivos vagos y generales, que debe ajustarse a los programas económicos que ellos definen sin consultarnos, pero a nuestro nombre. Es exactamente al revés: ningún programa económico pasa el test constitucional, si no es capaz de acomodar los exigentes derechos sociales y económicos que la Constitución determina. Ningún programa económico puede, por ejemplo, consagrar violaciones de derechos hoy, con la promesa de remediarlos en el futuro -digamos, en quince años. La igual libertad que establece nuestra Constitución no permite tomar a ninguna persona -y menos, a los grupos más débiles- como meros medios, sacrificables en nombre de los nobles o innobles objetivos del gobierno -se llame una moneda sana, se llame la emisión cero.
Quiero terminar citando a un socialista impensado y convencido, un artista íntegro y brillante: el genial Charles Chaplin. En el monólogo final de la obra maestra que fue “El gran dictador”, Chaplin enunció lo que parecía su propio programa de gobierno, un programa alejado de la realidad de discriminación, exclusiones, insultos y maltratos que hoy -todavía- también en nuestro país conocemos. Se trata de un programa, debo decirlo, perfectamente en línea con lo que el derecho de izquierda requiere: así, en su carácter inclusivo, en su estilo respetuoso de las diferencias, en su perfil democrático e igualitario.
Dijo Chaplin, en 1940 (¡!): “(De lo que se trata es) de ayudar a todos: blancos o negros, judíos o gentiles... los seres humanos somos así...No queremos odiar ni despreciar a nadie. En este mundo hay sitio para todos y la buena tierra es rica y puede alimentar a todos. El camino de la vida puede ser libre y hermoso, pero lo hemos perdido. Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Necesitamos más bondad, más gentileza. En nombre de la democracia...luchemos por un mundo nuevo, digno y noble que garantice el trabajo, a la juventud un futuro y a la vejez seguridad. Luchemos para hacer realidad lo prometido. Todos a luchar para liberar al mundo. Para derribar barreras nacionales, para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. En nombre de la democracia, unámonos.”