Donald Trump pateó el tablero. En plena campaña electoral, alterada por el creciente número de casos de muertes de coronavirus en Estados Unidos y el estallido social por el asesinato de George Floyd bajo custodia policial, decidió sumar otro frente de batalla: Twitter. El presidente norteamericano, que utiliza la red social del pajarito como su propia cadena nacional, firmó una orden ejecutiva para retirar a las redes sociales la responsabilidad de regular el contenido que publican sus usuarios, luego de que Twitter informara que algunos de sus tweets son “potencialmente engañosos”.
La trascendental decisión reavivó el debate sobre la libertad de expresión, las redes sociales y las fake news. Para comenzar, es necesario realizar una distinción sobre el concepto de fake news, que son mucho más que el perezoso “noticias falsas”, dado que allí solo lo estaríamos reduciendo a la órbita de las noticias y ésta problemática abarca todo el ecosistema informativo. Es imperioso realizar una separación entre información errónea y desinformación, cuya principal diferencia reside en la intencionalidad de la difusión de la información falsa, siendo la primera involuntaria y la segunda voluntaria, creada y difundida con una maliciosa intención. Desde allí y, en nexo con la disputa de los gobiernos y las redes sociales por ser quienes permitan la libre expresión de los ciudadanos, surgen algunos interrogantes ¿Quien regulará finalmente lo que escribimos en nuestras redes? ¿Es la propia red social la que nos censura o es el mismo Gobierno que tendrá potestad para hacerlo? Como ocurría en la inoxidable saga de libros “Elige tu propia aventura”, cualquier camino conducirá a un final predecible: la libertad de expresión terminará inevitablemente erosionada.
Desde la fuerte irrupción de las fake news hace algunos años, potenciadas en estos tiempos pandémicos, se ha reflotado el tema de cómo combatirlas sin dañar la libertad de expresión. Si nos paramos desde las tierras de la libertad de expresión absoluta confrontarlas resulta casi imposible. Si por el contrario, nuestro único objetivo es ponerle un fin a ese pandemia que son las fake news, inevitablemente atentaremos contra la libre expresión. Pese a que nadie tiene una opinión que satisfaga a todos, es esencial comprender que sin una plena libertad de expresión, una democracia no puede denominarse como tal.
Con más apego al sentido común teórico, algunos especialistas sugieren restringir la libertad de expresión solo a aquellas cuestiones cuya veracidad es empírica, algo que combatiría las fake news pero dejaría vulnerable la plena libertad de expresión dado que dejaríamos de lado, por ejemplo, las opiniones y nos centraríamos en lo objetivamente probado. En ese caso, siendo un tanto más extremistas, se permitiría la estigmatización a los periodistas por hacer su trabajo o brindar su punto de vista al respecto. No parece ser una medida adecuada y menos en algunos países latinoamericanos.
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Otro aspecto reside, también, en el peligro de caer en la arbitrariedad respecto de la restricción sobre la libertad de expresión. En diferentes países, la clase política utiliza el concepto “fake news” como paraguas protector frente a una noticia incómoda para el poder de turno, noticia que en muchos casos puede ser verídica. Amparado en ello y, con las herramientas para poder ejercer cierto control al alcance de la mano, se podría caer en un riesgoso espiral de autocensura que atentaría irremediablemente contra el libre debate de ideas y opiniones, promoviendo una única visión de los hechos, algo que seduce a muchos gobiernos pero se encuentra en las antípodas de la concepción republicana.
La protección de la libertad de expresión en estos tiempos reviste un sinfín de facetas y problemáticas cuya solución no parece del todo clara. No existe una fórmula única para poder salir de este aparente laberinto. Los estados deben encontrar vías para promover entornos de comunicación más independientes y que refuercen los valores democráticos, sin caer en medidas que sean estrictamente judiciales.
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Por otro lado, es imperioso enfrentar la desinformación sin afectar la libertad de expresión. Esto se logra con audiencias más entrenadas, que comprendan el ecosistema informativo, algo que solo se logrará asumiendo el compromiso de la investigación responsable. Además, se debe trabajar en una mayor concientización respecto de los riesgos de la desinformación, una mayor educación digital y un inevitable compromiso de todos los medios de comunicación de combatir estas problemáticas de forma contundente.