Hace rato que los analistas intentábamos avistar algún cisne negro que apareciera en el horizonte político argentino y cambiara lo que parecía ser un destino fatal: la confrontación entre Mauricio Macri y Cristina Fernández de Kirchner.
Finalmente, ese cisne negro apareció. Y haciendo gala de su definición –como fenómeno inimaginable en su ocurrencia– nadie previó que Alberto Fernández podría ser ungido por la ex presidenta como el candidato presidencial de una fórmula con ella como vicepresidenta y consecuentemente ha sumido en la perplejidad a todos.
Las reacciones prematuras en el oficialismo han sido disímiles. Están los que dicen que aquí no ha pasado nada, que la fórmula Fernández-Fernández es como un caballo de Troya transparente: lleva en sus entrañas el populismo de siempre. Y que no habrá maquillaje que pueda esconder el ADN kirchnerista.
Incluso hasta se han adelantado a rebautizar a Alberto Fernández como Alberto Cámpora, asegurando que, de ser elegido, Fernández (Alberto) renunciaría y Fernández (Cristina) volvería así al poder. En pocas palabras, sigue la grieta. Y con grieta, el mejor candidato es Macri (Mauricio). Hay un punto fuerte en estos conservadores duranbarbistas: si Cristina Fernández de Kirchner se veía ya presidenta, ¿por qué cometió semejante renunciamiento histórico a favor de con quien hasta hace no mucho estaba distanciada?
Pero también dentro del oficialismo están los que dudan si con Alberto Fernández la grieta sigue –o por lo menos, con la intensidad suficiente para sostener en ese certamen de negatividades que Macri pueda ganar por tener un poco menos de imagen negativa que CFK–. Por el contrario, dicen: “La grieta fue. Y Macri como candidato también. Hay que pensar rápido en otra cosa”.
El supuesto es que Cristina Fernández, como vicepresidenta, asegura los votos propios, que ni La Cámpora, ni Barrios de Pie, ni Grabois, ni D’Elía van a dejar de votar por ella, ahora como candidata a vicepresidenta. Y que, por su parte, Alberto Fernández aporta sus relaciones con el círculo rojo, su buen trato con los Estados Unidos y su renuncia al gobierno kirchnerista justo cuando comenzaba su camino hacia una polarización cada vez mayor. Justo después de la 125.
Si la grieta se modera, el denominado “peronismo racional” está en problemas. Alberto Fernández transitó ese centro que nunca terminó de cuajar. Y si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña. Y en este caso, fue la ex presidenta la que movió hacia el centro (en términos electorales), cuando el centro todavía se debate en cómo constituirse.
Todos miraron hacia Córdoba el día del triunfo de Juan Schiaretti, considerado por el círculo rojo como la gran esperanza blanca que lo iba ordenar todo. Pero “tranquilo el trotecito” el gobernador se refugió en su cordobesismo, y esto fue aprovechado por Cristina Fernández, que cual velociraptor se fagocitó esa sociedad de fomento de barrio que hoy es el PJ.
Si el kirchnerismo consigue cambiar la lógica de la polarización, buscando seducir ese centro vacante (exactamente lo contrario a lo que hizo en 2015, perjudicando la candidatura de Daniel Scioli), entonces Cambiemos tiene que también cambiar la estrategia política que tanto resultado le había dado hasta el momento.