El estallido social en Cuba contra el régimen comunista comenzó hace ya algunas semanas. De hecho, mediáticamente es un tema que ya podría ser considerado “antiguo” y los medios ya no le dedican el tiempo de aire y atención que le dedicaron en un comienzo. A su vez, estamos en ese momento donde no sabemos si el estallido terminará derrocando al régimen o si será sólo un evento más en la lenta agonía cubana. Por ello, resulta este el momento ideal para reflexionar sobre lo hasta aquí acontecido.
El racconto de los sucesos, las razones del porqué ahora las protestas y no antes ni después o el embargo sí o no las dejaré para especialistas en cada tema. En esta columna nos centraremos en la dicotomía democracia-dictadura y cómo Argentina debería responder a la misma.
Desde la vuelta a la democracia en el año 1983 nuestro país tuvo siempre una postura internacional a favor de los derechos humanos y la democracia en general.
La actual administración, en decisiones algo exageradas y apresuradas, e inclusive ideologizando las relaciones internacionales del país, no dudo en criticar las represiones en Chile o Colombia cuando allí se dieron sendas protestas civiles. A su vez, los miembros del actual gobierno criticaron fuertemente el derrocamiento de Evo Morales en Bolivia y la condena a prisión de Lula da Silva en Brasil, acusando al primero de golpe de estado e interrupción democrática y al segundo de “lawfare” y, por ende, perjudicar un correcto y ordenado desarrollo de la democracia.
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Hasta aquí, en especial en los últimos dos sucesos, podríamos debatir si las interpretaciones fueron correctas, o si correspondía, en especial en los primeros dos nombrados, expresarse sobre cuestiones internas de otros países. Pero, hasta aquí, de una forma algo desprolija y tal vez poco pragmática, el gobierno de una forma u otra podría respaldarse en que, sin importar la situación de otros países, en la región, Argentina siempre debe interceder por los derechos humanos. Pero ese argumento, que también podríamos debatir si es acertado o no en cada caso particular, cae con la situación de Cuba. Porque Cuba no acepta grises.
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Por extraño que parezca, ante la respuesta del régimen cubano a los manifestantes, en donde en pocos días se llegaron a contar más de 150 desaparecidos, el gobierno prefirió mantener una postura de neutralidad y no intervención (ni opinión o expresión pública al respecto). Algo contradictorio, al cortar con la tradición que venía manteniendo el actual gobierno de opinar sobre acontecimientos internos de países de la región. Esta vez se optó por un posicionamiento moderado, de no interferencia y no opinar al respecto. Se acusó desconocimiento de lo que en la isla acontecía, aunque con los casos de Chile y Colombia podríamos inferir que supieron en detalle todo, y de manera muy rápida, como para expresarse a la velocidad que lo hicieron. Lógicamente, el gobierno no podía salir abiertamente a defender la dictadura cubana. Pero parecería que tampoco, posiblemente por cuestiones ideológicas propias o de sus votantes, pudo salir a condenarla.
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Lo cierto es que la situación de Cuba no admite grises. Ayn Rand lo planteó en su momento y hoy levantamos dicho razonamiento. Ante dilemas morales, las respuestas suelen ser claras, sí o no, blanco o negro, democracia o dictadura. Si uno acepta grises, quiere decir que está aceptando parte del mal siendo consciente de ello. Si uno no condena una dictadura que reprime salvajemente a su pueblo, que encarcela y tortura opositores, aunque no la defienda, está aceptando que ella exista y abalando su existencia. Si no se la condena abiertamente, más en situaciones particulares como esta, se está apoyando indirectamente su existencia.
En otras palabras, sobre este tema, no hay lugar para tibios. O se está a favor de la democracia y los derechos humanos siempre o se está a favor de intereses particulares, ideológicos. Si esto último está mal se lo dejo a definición de cada uno, pero no se puede hablar de democracia y tolerar regímenes como el cubano y atropellos a las libertades individuales como las que acomete dicho régimen.
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La noción de ciudadano, algo que todos por suerte en Argentina somos, es una relativamente nueva en la realidad del ser humano. Aunque para nosotros, por suerte, sea ya un hecho que todos somos titulares de derechos que nadie arbitrariamente nos puede quitar, esta noción de ciudadano soberano de sí mismo surge con fuerza con la democracia y el liberalismo. Antes tenías súbditos, esclavos, siervos de la gleba, pero no ciudadanos. Y por más que nos parezca extraño, no todos hoy en el mundo lo son. Los cubanos, en su tierra natal, hoy no lo son. No poseen derechos, no poseen libertad y mucho menos propiedad. Su vida está sujeta al arbitrio de unos pocos dictadores, libertad que desde ya no poseen (y para tenerla muchos se aventuran a un mar de tiburones en canoas improvisadas) y propiedad no tienen ni sobre sus vidas.
La situación en Cuba no acepta grises. O se está a favor que los cubanos sean titulares de derechos, es decir, ciudadanos, o se sigue aceptando que sean súbditos sin autonomía. O se está a favor de la protección de los derechos humanos, o no se lo está. O se está con la democracia o se aplauden dictaduras. Si comenzamos a debatir sobre dictaduras buenas o malas relativizándolas, las que aceptamos y las que no, lo único que se logra es dejar en claro que lo que molesta de la dictadura es que no sean del color que prefiere quien las relativiza. El compromiso con la democracia debe ser total, si no, parafraseando a Reagan, estamos a sólo una generación de perder la libertad. Relativizar dictaduras, aceptar grises en la dicotomía democracia-dictadura, abre lentamente al puerta a aceptar otras dictaduras, a aumentar nuestro “umbral de monocracias” y ser cada vez más tolerantes a regímenes que amenacen la libertad. Y eso no puede tolerarse. En este debate, en Cuba, no hay lugar a grises.