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"Soles, chistorras y lechugas": la nueva jerga del dinero sucio en España

En España, la corrupción está tan normalizada que las palabras populares para nombrar a los billetes circulan en el discurso sobre política.

Euros y dólares
Euros y dólares | Freepik

“Soles”, “chistorras” y “lechugas”. Lo que hace poco era simple jerga callejera, hoy se ha convertido en un sinónimo amargo del dinero sucio en la política española. Los nombres de los billetes —de 500, 200 y 100 euros— han pasado al lenguaje popular con la naturalidad de quien ya se acostumbró a escuchar la palabra “corrupción” sin escandalizarse.

El caso Ábalos, con su ya célebre trama de Koldo García y las supuestas gestiones de Santos Cerdán, ha dejado una huella profunda en la credibilidad del PSOE. Las investigaciones judiciales revelan una red de favores, intermediarios y regalos que se repartían con la impunidad de quien cree que el poder todo lo puede. José Luis Ábalos, aquel ministro todopoderoso del Transporte y rostro visible del sanchismo, hoy se encuentra en el ojo de una tormenta que no amaina: los audios, los contratos, los viajes y las “chicas” a las que —según se investiga— colmaba de atenciones como si fueran parte del inventario estatal.

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Pero el problema no termina ahí. Sería ingenuo pensar que la corrupción tiene un solo color político. El Partido Popular también carga con sus propias sombras: contratos bajo sospecha, fundaciones opacas y relaciones con empresarios que orbitan entre lo público y lo privado. En España, “corrupción” se ha vuelto una palabra mágica y maldita a la vez: aparece en todos los noticieros, atraviesa los cafés de barrio y se ha instalado como parte del paisaje institucional.

Mientras tanto, las encuestas dibujan un tablero en ebullición: según El País, el PSOE logra acortar distancias con el PP y recupera terreno en el voto joven; pero La Razón y El Mundo coinciden en que la suma de PP y Vox ya roza los 200 escaños. España parece atrapada en una paradoja: los corruptos se investigan, los inocentes se cansan, y los votantes ya no saben a quién creerle.

La política se ha vuelto un espectáculo de desconfianza e incertidumbre, donde cada medio muestra una verdad distinta y cada partido acusa al otro de los mismos pecados. En ese juego de reflejos, la palabra “ética” ha quedado reducida a un eslogan. Y mientras los discursos se llenan de promesas de regeneración, los sobres, las comisiones y los maletines siguen circulando, discretos pero constantes, como si nada hubiera cambiado desde los tiempos del caso Gürtel o de los ERE andaluces.

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España ha entrado en un punto peligroso: el de la normalización del escándalo. Ya nadie se indigna del todo; solo se elige a quién creer y a quién castigar. Y en esa anestesia colectiva, el dinero vuelve a hablar —ahora con apodos de taberna— mientras la clase política se aferra a un poder que, una vez más, parece ser un negocio con sede en la Moncloa.

Porque cuando los billetes tienen nombre propio y los corruptos tienen padrino, el país deja de ser una democracia vigilante para convertirse en una empresa de favores.