“Che, ¿De dónde venís?” Así siempre empiezan mis conversaciones en Argentina. Y como soy francés, charlamos primero del Mundial. Les digo que Messi merecía llevarse uno, y que nosotros ganaremos el próximo. Y se ríen: “¡Si el próximo lo ganaremos nosotros, loco!” Así bromeamos en un bodegón perdido en Río Ceballos.
Por supuesto, el bar no aparece en ningún mapa, hay que perderse para encontrarlo. Aquí, se fuma adentro, se bebe tinto con soda y hielo, se charla y sobre todo hay joda. Colgadas a la pared, matrículas de Roma, Piza, Paris y -obvio- un retrato de Maradona y una camiseta de Boca. Una sala, tres mesitas, una heladera, cajas llenas de cerveza bajo el bar y cinco hombres tomando vino un domingo a las once de la mañana.
Son todos pibes del pueblo. Nacieron, crecieron, laburan, y morirán acá, exactamente como los padres y como los abuelos. Aquí todos se conocen: de niño jugaron al fútbol juntos; salieron a los boliches y levantaron, juntos; fueron a ver partidos de Talleres con sus padres, juntos; hasta los abuelos crecieron juntos.

Cuando uno se enferma se cuida, cuando otro se muere se ayuda a la familia y, para los que necesitan, siempre juntan plata. Eso me lo van contando. También repiten por centésima vez esos recuerdos de lo que hizo ese boludo en tal fiesta, el golazo que marcó tal chico del pueblo y la paliza que pusieron a tal equipo este año. Y a lo largo de las historias se entiende porqué tienen los apodos que tienen. Al dueño del bodegón se le llama el Turco, y a Paulo, Pata: tiene un tatuaje rojo que representa un beso en el cuello y un gran reloj plateado.
'Che, ¿vamos al asado de un amigo ¿Vos querés venir?' ¿Y cómo no?"
Pronto surge otra oleada de risas. Justamente Luciano -el más tranquilo de la banda y que vende autos- estaba explicando que la palabra “boludo” viene de las Guerras de Independencia cuando el tercer rango de combate se componía por los que usaban boleadoras.
Y Marcelo, que no lo cree dice “¡Ese sí que vende autos! ¡Ese chavón sí que sabe vender autos!” Se nota en sus risas que Marcelo y Mariano llevan décadas fumando. Pata lo mismo: siempre tiene dos cajas llenas de cigarrillos, y al fin del día nunca sobra. “Toma, servite como si fueran tuyos,” me repite cada vez que apago un pucho.
El staff de mi hospedaje me señaló que cerca habían lindas cascadas. Y aunque sea verdad, yo nunca iré a verlas. Porque el “¿de dónde venís?” pronto se convierte en “Che, vamos al asado de un amigo ¿Vos querés venir?” ¿Y cómo no?

Así que voy para pagar al Turco, pero todo ya está saldado. Luciano tiene la culpa, y ya se fue sin decir nada. Vamos en coche con Pata, ventanas abiertas. Enciende un cigarrillo y me enseña el pueblo: “Aquí está la oficina de turismo, y aquí trabajo yo en el tercer piso, hay una sala con juegos de niños. Acá vive Mariano, che, es un chavón exitoso este. Todos hemos trabajado para él en algún momento. Tiene empresas de construcción y tiene inmobiliaria en toda la provincia. Y bueno, próxima calle llegamos.”
Los coches están estacionados por todos lados en una callecita inclinada. Al fondo del jardín de Trankers, en el cobertizo que construyó él mismo, se reúnen cada domingo con su hermano Pepe, con Piki, Pata, Marcelo, los otros chavones y los dos perros. También está el hijo de Pepe, que se acaba de romper el brazo jugando al fútbol.
Aquí, para comer sólo hay carne y morcilla, pero en cantidad y bien cocida, también hay pan y salsa. Para servirlo todo, una sola tabla de madera donde cortamos la carne con cubiertos compartidos. Creo que existe una norma de conducta: uno casi nunca come el sandwich que prepara, siempre lo ofrece. Todos van averiguando para que a nadie le falte comida. “Pero si el niño se está muriendo de hambre allá. Dale Pepe, ¡servile un poco de carne al flaco ese!”
En un asado exitoso está prohibido hablar de dos cosas: de política y de fútbol. Eso no lo sabía. En la mesa hay peronistas, antikirschneristas, apolíticos y mileistas, los que hinchan por Talleres y los que hinchan por Belgrano. Trankers me dice: “si ellos se quieren pelear que lo hagan, pero en mi casa no. Por eso aquí de política no se habla”. Así que no pregunto más y como no hablan de fútbol o de política, hablan de minas, de pibes y de comida.

Son las cuatro ya. Pata me enseña la música del grupo en cual invirtió Mariano mientras Trankers va juntando la plata para el asado. Cada uno da lo que puede y no importa cuánto. Marcelo, que acaba de abrir una lata, dice: “Che, ¿y cuándo vamos al clásico?” Y así de rápido vamos. Hoy juegan los Quirquincheros verdes contra otro club de regional que vive a siete kilómetros de acá. Y en el coche, Pata y Trankers me van contando la historia del club: “un día armamos un equipo y ¿qué sé yo? poco a poco va ganando hinchas hasta que seamos unos cuantos cientos. Así que nos inscribimos en la liga regional y bueno: aquí estamos. Hemos comprado cancha, tenemos camisetas y todo. Esta semana vamos pintando las gradas.”
Al saber que Trankers me lo explicó todo, Piki se ríe y dice: “’cuchá boludo, sus padres parieron a seis varones, ¡seis varones! y a ninguno le interesa el fútbol. ¡Los únicos de toda Argentina ‘mano! ¡Los únicos!” Colgamos las banderas verdinegras, y cantamos lo que se parece al canto “el que no salta…” de Boca. Uno de los fundadores del club -Jorge Gordo- me explicó otra vez cómo fue y yo, agradecido, escuché.
Después del partido regresamos y comimos lo que quedaba del asado. Los que no habían ido al partido habían permanecido en las mismas sillas. Trankers me regaló una camiseta del club con su nombre detrás. Poco a poco cada uno se fue a su casa. “¿Ya te vas? Si mañana laburo a las ocho, boludo.” Pata me llevó a la terminal y una vez en el Fono Bus, la camiseta verdinegra puesta, justo antes de dormirme hasta Córdoba me dije: Eso solo debe pasar en Río Ceballos.