No había sido su objetivo, pero el contexto histórico de postguerra fría obligó a Carlos Menem a impulsar una fuerte discusión sobre el lugar que Argentina debía ocupar en el mundo. Fue un debate sin matices: el ex presidente interpretó que la caída del Muro de Berlín y el “fin de la Historia” de Francis Fukuyama representaban una revolución geopolítica, que obligaba a nuestro país a abrazar, sin reparos ni cavilaciones, el liderazgo de Estados Unidos.
Esa inusual, profunda e irrepetible alianza con Estados Unidos impregnó al menemato. Así, el rol que Menem eligió para la Argentina tuvo impactos reales (feroz proceso de privatizaciones y recorte del Estado, en el marco del Consenso de Washington) y beneficios ilusorios (dolarización de la economía y “pertenencia” al primer mundo).
Pero posicionar a la Argentina a partir del vínculo con Estados Unidos no fue, hay que decirlo, un invento de Menem. La relación de amistad/odio con Estados Unidos determina el perfil que tendrá cada gobierno argentino y también su destino.
Fue la Generación del 80, por caso, la que enfrentó a la diplomacia estadounidense en las Cumbre Panamericanas de las últimas décadas del Siglo XIX y primeras del Siglo XX, cuando Buenos Aires y Nueva York competían como destino de inmigrantes europeos que buscaban desarrollar su sueño en una potencia naciente.
Más tarde fue Hipólito Yrigoyen el que planteó un nuevo reto a Estados Unidos, cuando Argentina lideró la oposición de América Latina a la presión norteamericana para participar de la Primera Guerra Mundial. Y, más tarde, fue Juan Domingo Perón el que terminó de instalar el mayor encono con el país del norte, con aquella famosa síntesis de “Braden o Perón”.
Luego se sucedieron los gobiernos argentinos proestadounidenses (Aramburu, Onganía, Videla, De la Rúa y Macri) y los que mostraron autonomía (Frondizi, Illia, Alfonsín, Duhalde y Kirchner).
Pero Menem se constituyó en un caso atípico de sobreactuación amorosa. En medio de una “pax americana” indiscutida en todo el mundo, el I-love-you menemista protagonizó lo que se conoció como “realismo periférico”, para la discusión académica, o “relaciones carnales”, de forma menos retórica.
El autor intelectual de ese seguimiento acrítico de la hegemonía estadounidense fue Carlos Escudé. En su ya clásico Principios de realismo periférico, Escudé postuló que los países que no tienen poder solo pueden conformarse con ser súbditos de los poderosos. Muchos años después, cuando la espuma noventista empezó a decaer, Escudé dijo que había sido mal interpretado: Argentina debía reorientar sus intereses hacia China, la verdadera potencia mundial, aclaró.
La autoría de las “relaciones carnales” también guarda una historia de desencuentros, que el ex canciller Guido Di Tella se ocupó de revelar. “La prensa me criticaba porque yo había dicho que la relaciones con los Estados Unidos tenían que ser muy cordiales porque así convenía a nuestros intereses. Mi aclaración posterior la estoy padeciendo hasta hoy, cuando dije que las relaciones con los Estados Unidos no debían ser platónicas, sino carnales. La ventaja que tuvo, aparte de las bromas que tuve que soportar, fue que mucha gente entendió que las relaciones con los Estados Unidos son lo que son: muy importantes”, confesó Di Tella en un reportaje publicado años más tarde por Página 12.
—¿A usted también le tocó explicar lo de las relaciones carnales en los Estados Unidos? —preguntó al ex canciller el diario que, junto a la revista Noticias, fueron los medios más críticos del menemismo.
—Fue gracioso. Estábamos en Washington dando una conferencia de prensa con Madeleine Albright. Me preguntan por lo de las relaciones carnales y Albright se sobresaltó. Dijo: “Hay un error de traducción, no puede ser lo que estoy escuchando”. Entonces yo me acerqué y, por lo bajo, le dije: “Madeleine, la traducción es correcta. Después le expliqué y ella se mató de risa”.
Muchos argentinos, en cambio, no sonríen. Ese fue el mayor legado de Menem.
*Doctor en Ciencias Sociales. Director de Perfil Educación.
Producción: Silvina Márquez