Casa baja en barrio humilde. “Avenida de los Constituyenes al fondo, del lado de provincia”. Esas fueron las indicaciones para llegar a la casa de Norberto Karasiewicz, a quien el corazón le estalla, la memoria lo interpela y los recuerdos lo asaltan. Hace exactamente 40 años, Karasiewicz y 16 compañeros de ideales desviaron un avión de línea hacia las Islas Malvinas y allí plantaron siete banderas argentinas, que ondearon casi durante dos días.
Hoy puede resultar parte de alguna ficción o de anécdotas trasnochadas. En 1966 la conmoción fue gigante por donde se la mire. Se llamó Operativo Cóndor.
Aclaración. Después de los saludos de rigor, y casi como una súplica, Karasiewicz se apura en dejar en claro: “Pibe, por favor poné que nosotros no tuvimos nada que ver con el nombre que eligieron estos tipos para su plan represivo”.
Cuarenta años pasaron desde que saltaron a la fama. Cuatro décadas desde que la CGT los declaró héroes. La misma cantidad de años que cumple la hija de Karasiewicz, que no tuvo mejor idea que venir al mundo el mismo día que su padre estaba ocupado flameando la bandera albiceleste en el sur. “¿Sabés como se llama? –pregunta con picardía–. Malvina ¿cómo se iba a llamar?”.
Esa lágrima rebelde. Se cumplían tres meses de la asunción al poder del dictador Juan Carlos Onganía. De paso, aprovecharon la visita del esposo de la reina de Inglaterra, el príncipe Felipe de Edimburgo, que había venido a ver caballos de polo. Esas dos circunstancias, sumadas al ímpetu juvenil y a la convicción ciega de que las islas son argentinas, bastaron para que los jóvenes peronistas abordaran ese avión.
Visto cuarenta años después, Karasiewicz reconoce que las armas eran insuficientes y que el alimento era escaso. “Cantamos el Himno e izamos las banderas”, recuerda, y una lágrima rebelde insiste en saltar de sus ojos.
La utopía era que los militares argentinos desembarcaran en Malvinas y se plegaran al desembarco de los “cóndores”. Pero no, el gobierno del dictador los encarceló en el penal de Ushuaia, “Ushuaía”, para Karasiewicz, que cuenta que dentro de la cárcel se limaron unas cuantas asperezas. “En un acto, acá en Buenos Aires, nos enfrentamos dos grupos peronistas –dice entre risas– y de repente siento que me apoyan un caño en la sien. Fue un segundo, en el que un compañero le levantó el brazo al tipo que me apuntaba y el tiro salió para el techo”. La anécdota fluye con facilidad, con la misma que se habla de caños, fierros o bufos, recurrentes para salvar las distancias políticas en la época. “Ya en la cárcel de Ushuaía estaba mirando por una ventana y escucho que Andrés (Castillo) hablaba con los compañeros y contaba que un acto le puso un fierro a uno en la cabeza y justo le levantaron el brazo. ¡Era yo! Ahí nomás nos sacamos las ganas”. Ríe con la misma fuerza de hace cuarenta años, y con el mismo énfasis recuerda a sus compañeros muertos, que son seis: cuatro víctimas de la represión ilegal y dos en democracia.
Once son los sobrevivientes del Operativo Cóndor, y cuando Karasiewicz los recuerda, la lágrima deja de rebelarse y rueda con timidez por su cara surcada por los años.