En una columna de opinión publicada en un medio gráfico hace exactamente un año, sin ser demasiado original, me referí al deplorable cuadro de situación de nuestra red ferroviaria, alguna vez emblema y orgullo nacional.
Allí daba cuenta de cómo varias décadas de malas políticas y sistemática desidia habían llevado a la total desarticulación de nuestro sistema de transporte ferroviario, desintegrando enormes áreas de nuestra geografía, con enorme impacto sobre nuestras economías regionales.
Particularmente desastroso había resultado ser el cuadro de situación del servicio metropolitano de pasajeros, totalmente colapsado producto de una fenomenal desinversión, con frecuencias insuficientes e irregulares, creciente hacinamiento, inseguridad, falta de higiene, deterioro de las estaciones y del mobiliario urbano, creciente antigüedad y menoscabo del parque ferroviario, todo ello agravado por una progresiva precarización de la regulación y el control del Estado.
Más allá de dónde situemos en el tiempo el inicio de este proceso de degradación, lo cierto es que tras la crisis de los servicios públicos en los años ochenta y las privatizaciones de los noventa, en línea con los nuevos "consensos" imperantes por entonces en el mundo, tomó una fuerza determinante.
Se concesionaron, entonces, siete grupos de servicios a operadores privados para cubrir el transporte de pasajeros en el área metropolitana; diversos tramos de la red fueron también concesionados para el transporte de cargas; mientras el servicio interurbano de pasajeros quedó librado a su suerte, en manos de aquellas provincias que aceptaron mantenerlo operativo.
Las obligaciones contractuales de los concesionarios, tanto de transporte de carga como de pasajeros, registraron durante esa década en general un alto grado de incumplimiento y fueron renegociadas sistemáticamente en varias oportunidades, en un contexto de progresivo relajamiento regulatorio.
Precipitada la crisis de 2001, se inició una nueva etapa: se declaró en “estado de emergencia” la prestación de los servicios del sistema público de transporte ferroviario de pasajeros; se congelaron los cuadros tarifarios, suspendiéndose algunas obligaciones contractuales de los concesionarios –particularmente las inversiones-, habilitando al Estado nacional a financiar parte de los costos operativos del servicio y complementando los ingresos propios de la concesión. Estas medidas, forzadas ante la extrema gravedad de las circunstancias, contribuyeron a contener presiones inflacionarias para evitar un mayor deterioro en el poder adquisitivo de los trabajadores.
Superado lo peor de la crisis, el gobierno entrante en 2003, en lugar de iniciar el camino hacia la normalización contractual del servicio –subsanando los errores del proceso privatizador-, muy por el contrario, decidió profundizarlo.
En efecto, la administración Kirchner, en connivencia con los concesionarios privados y la dirigencia sindical vinculada al transporte, encontró en el plexo normativo de emergencia la cobertura ideal para montar, perfeccionar y perpetuar un ineficiente y perverso sistema de subsidios, un verdadero “club del subsidio” esencialmente corporativo, en el cual todo se define y reparte entre media docena de “vivos”, el Estado es socio "bobo", los trabajadores son tercerizados y los usuarios rehenes.
Este sistema implicó crecientes transferencias directas del Estado nacional a los concesionarios de la red ferroviaria metropolitana sin el debido control, las cuales pasaron de $174 millones en 2003 a un total del orden de los $3800 millones en 2011 (¡más de 20 veces!). Esa fenomenal masa de recursos públicos transferidos no se tradujo en la mejora del servicio sino que -por el contrario- el deterioro fue in crescendo.
Tras casi una década de esta política, el sistema ferroviario metropolitano transporta cada vez menos pasajeros, en peores condiciones y más caro para el erario público.
Lamentablemente, sólo una tragedia de la magnitud acontecida semanas atrás en la Línea Sarmiento - concesionada a la empresa TBA-, con el luctuoso e irreparable saldo de cincuenta y una vidas perdidas, podía hacer estallar esta realidad, tantas veces advertida como tantas otras ignorada.
Resulta inaceptable que el gobierno nacional pretenda diluir en un proceso judicial su intransferible responsabilidad política, o “socializarla” con decisores políticos de décadas pasadas. No sólo debe asumir toda la responsabilidad que le cabe, contribuyendo al más pronto esclarecimiento de lo sucedido sino que, fundamentalmente, debe comprometerse en los hechos con el desarrollo de políticas efectivas que garanticen la reversión del proceso de deterioro de nuestra red ferroviaria y propicien su desarrollo para acompañar y apuntalar el crecimiento sostenido de la creación de riqueza.
Dicho en otras palabras, en lugar de judicializar su política ferroviaria, el gobierno nacional debe ponerse a trabajar en la planificación estratégica del sector ferroviario y la inversión en obras de infraestructura, para integrar lo que ya debiéramos tener en la Argentina: un moderno sistema multimodal de transporte, tanto de cargas como de pasajeros. Se necesitan, claro está, menos discursos y más hechos. Esperemos así sea.
(*) Diputado nacional del Movimiento Productivo Argentino.