Dios exageró un poco con la India: es el séptimo país más extenso, el segundo más poblado y la democracia más numerosa del planeta, con 1.200 millones de habitantes. Cuatro de cada diez personas viven bajo el umbral de la pobreza en este país que algunos describen como subcontinente: sobreviven con 1,25 dólar por día en las grandes ciudades. El interior es atroz: 6,5 euros (unos $ 35) por mes y por persona. Y quizá lo más curioso, no hay violencia en este país de precipicios donde violencia es lo único que se respira.
Todos tocan bocina como poseídos, pero nunca discuten. Cruzan la calle en estado de trance, como suicidas, y los coches te pasan tan pero tan finito por al lado que una mano más de pintura alteraría el destino de muchos peatones. Todo sucede en la calle, que nunca se apaga.
India es una exageración. De colores, de picantes (“Please, no spicy”, se repite como una oración en cada restaurante), de acre, sucio y mierdoso olor a mierda, de plantas que se empecinan en brotar de todos lados, de incienso. Todo el tiempo alguien baldea la India con un balde de pintura indeleble, jengibre, masala, azafrán, lavandina, sueños imperiales y magia casera.
Aunque decir la India, claro, es un error: hay aquí 22 idiomas oficiales y definitivamente nadie habla ninguno. Los expedientes hablan hindi; los políticos, dialectos locales, y todos tratan de hablar inglés. Cada provincia (estado) tiene un idioma local y a veces dos, y a veces tres, y en las clases altas el inglés es el idioma familiar. La pronunciación es achinada, pero lo llevan con elegancia y así todos sonríen, aunque nadie se entiende del todo.
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