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CONFLICTO DIPLOMTICO

Estrategia para Malvinas

Las similitudes con el archipiélago Diego García y la doble vara de Gran Bretaña. El rol de Estados Unidos. La apuesta regional. Receta para una negociación, en paz y democracia, que nos permita recuperar las islas.

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Talleyrand, ministro de Exteriores de Napoleón, decía que “de una reunión entre diplomáticos nunca se expulsa a la franqueza, simplemente porque nunca se la dejó entrar”. Intentaremos desmentirlo.

Los Estados, y en particular las grandes potencias, usan los principios como el de autodeterminación cuando conviene a sus intereses. En Cataluña, en Flandes, en Escocia, el principio moviliza a unos e irrita a las metrópolis. En Taiwán es fundante. En Bilbao, una nostalgia. En Crimea un rompecabezas con dos principios contrapuestos, interpretaciones y miles de piezas. Todo rodeado de rotundos reclamos de preeminencias de validez.

El primer principio de la diplomacia, en las relaciones entre Estados, es el de la sensatez. Y luego el del sentido de la proporción. Los principios del derecho internacional no se aplican como moldes a diferentes masas esperando sacar idénticas galletas. El peor enemigo de una negociación pacífica es la exageración.

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En Malvinas, la autodeterminación es un artefacto británico útil fundado en una victoria militar que para Londres da renovados “derechos” a unos 2.400 colonos, respaldados por submarinos y armas nucleares en número sustantivamente mayor.

Que Londres invoque la cuestión referida a los deseos, los intereses o las opiniones de los “isleños” (que suelen verse elevados a la dignidad de población autóctona originaria mediante una hábil utilización del lenguaje y de los medios), es una inteligente construcción británica utilizada como espantapájaros dialéctico. Pero es un ardid.

Si se repasa el tratamiento que dio Buenos Aires a los colonos isleños durante el período de la apertura de comunicaciones (comienzos de los 70), queda clara nuestra disposición respetuosa y amistosa, a fuer que generosa, hacia el grupo.

Parte de la acción de desinformación británica consiste en transformar a los argentinos en “cucos”, pictograma en el que vienen reincidiendo medios y gobiernos de aquel país con ejemplar contumacia.

Pero el Reino Unido no es arquetipo de virtud en materia de autodeterminación. Un caso sobra para demostrarlo.

El archipiélago de Chagos es un territorio colonial británico situado en el océano Indico, lejos de Africa, lejos de la India y lejos de Australia. La isla de Diego García, principal del grupo, fue descubierta por un marino español en 1544. Después de ser posesión francesa durante más de dos siglos, pasó a ser británica como consecuencia de la derrota de Napoleón, en 1814.

En 1966 acaeció un sórdido arreglo entre aliados anglosajones: el premier inglés Harold Wilson y el presidente Lyndon Johnson sellaron la transferencia de Diego García a los norteamericanos por cincuenta años; pacto que, renovado por veinte años más, caducaría en 2016.
Washington pidió a Londres que la isla fuera entregada “barrida” y “descontaminada”. Así, en 1971, los 2 mil habitantes fueron deportados a la isla de Mauricio (1.800 kilómetros al sudoeste) de manera perentoria y sin miramientos. Las fuerzas norteamericanas construyeron allí una muy poderosa base aérea y naval y una de espionaje electrónico y satelital.

Los chaguenses, ex habitantes expulsados, vienen pugnando en diferentes sedes judiciales (incluyendo británicas) por la devolución de su tierra, sin otro éxito que el de haber recibido una sentencia favorable de la Alta Corte del Reino Unido, en 2004, que el entonces primer ministro Tony Blair neutralizó exhumando una arcaica prerrogativa del monarca que frenó su acatamiento.

El general de cuatro estrellas norteamericano don Barry McCaffrey, profesor en West Point, admitió que hay detenidos sospechosos de terrorismo en Diego García, según relata el historiador británico Andy Worthington. Otras fuentes afirman que la isla también fue utilizada por la CIA para interrogar con mayor holgura a determinados prisioneros, probablemente en la cárcel flotante (la más importante de las que utiliza esa institución de inteligencia). Los norteamericanos llaman a la isla, con embetunado humor, “Camp Justice” (el Campamento Justicia).

La autoridad británica la ejerce un comisionado que reside en Londres, en el Ministerio de Exteriores, quien es representado a su vez por el comandante de las (muy pocas) tropas británicas en Diego García.

La comparación de Diego García con Malvinas es pertinente, si bien no pueden calcarse todas las peculiaridades de un caso sobre el otro. En los dos se removió a la población original y se la reemplazó por una guarnición militar; en los dos se usó la fuerza; en los dos se ignoraron los reclamos de restitución del territorio a sus legítimos ocupantes; en los dos la autoridad la ejerce hoy un representante de la corona del Reino Unido y tampoco existían pobladores originarios británicos y el idioma de quienes allí vivían fue reemplazado por el inglés, etcétera.

Hay también diferencias entre los dos conflictos generados por el uso de la fuerza: uno, el de Malvinas en 1833, fue una ampliación adicional más del entonces expansivo esplendor imperial victoriano de Gran Bretaña; el otro, Diego García, en 1966, resultó ser en cambio una ofrenda a sus ex vasallos hecha desde el rol de poder auxiliar norteamericano que ocupa hoy Gran Bretaña. Incluyendo la interesante característica de cesión parcial de soberanía territorial a un tercer Estado. Otras diferencias refieren a la situación geográfica, a las características etnográficas, a la historia de los títulos soberanos, a los intereses en juego…

En el caso de ambos territorios llama la atención la manera desenvuelta y veloz con la que se vació de argentinos y chaguenses a los dos grupos de islas, en 1833 y en 1971 respectivamente, y se implantó, en el caso de Diego García, una musculosa base estratégica norteamericana y un trémulo administrador delegado de la metrópoli que ni siquiera reside allí; en tanto que en Malvinas se cedió el predominio exclusivo a una compañía de estancias ovejeras y una mínima presencia administrativa colonial sobre unos mil peones, algunos pocos trabajadores de comercio y un puñado de empleados públicos.

La impavidez con la que se cambiaron relatos y realidades, incluyendo desde los hechos históricos hasta los topónimos, es demostrativa de virtudes británicas que en estos dos casos mutan en debilidades.

Sobre Malvinas, la versión británica de los hechos históricos es tan unívoca como la prosa oficial que recurrentemente los describe en su documentación oficial. Desde el pináculo de la autoestima de la que está embebido un memorándum preparado por el Foreign Office en 1911 hasta los talerazos verbales de la señora Margaret Roberts de Thatcher, todo es certeza y aplomo.

El gobernador Vernet y los criollos que trabajaban en la isla Soledad en enero de 1833 son caratulados con rasgos poco encomiables; cualquier folleto referido a Malvinas cancela la existencia de rastros de la influencia del continente tan vecino, como los testimoniados, en cambio, en 1938 por Juan Carlos Moreno, en 1958 por Hipólito Solari Yrigoyen y por otros después. Rastros fuertes, hondos, de las relaciones del hombre con la tierra: las mateadas de los peones escoceses y chilenos en los galpones de las estancias malvineras, cerca de sus caballos ensillados con recados pampeanos y de pelajes que ellos designan “tordillo”, “zaino”, “bayo”, mesmo que en la vecina Patagonia.

Esta naturalidad de vínculo del hombre con el medio, la costumbre de ir y venir a la costa de Santa Cruz, o a la “Isla” (Tierra del Fuego), estuvo obrando a través de los años como emblema callado pero persistente de lo sensato de nuestro reclamo, como sustancia antropológica y cultural de nuestro mejor título a las islas Malvinas.

Porque Argentina reclama el territorio, la tierra en la que sobreviven en fracciones cada vez más reducidas usos, expresiones y costumbres de cuño vernáculo. Tierra de la que ha sido desalojada mediante el uso de la fuerza. En 1833.

Una redundancia necesaria entonces: el litigio casi bicentenario con el Reino Unido versa sobre el reconocimiento de nuestro mejor título de dominio sobre el archipiélago. El conflicto de Malvinas es, ante todo y sobre todo, un conflicto territorial.

El principio de autodeterminación no les fue ofrecido a los desventurados habitantes de Diego García, quizás por inmencionables razones, quizás por desdeñar los costos de la arbitrariedad frente a los “beneficios” del arrebato; probablemente por sentirse seguros de poder explicar la contradicción y el doble sistema de pesas y medidas. Sea como fuere, sus derechos a seguir viviendo en su tierra no fueron ni atendidos ni considerados.

Por otra parte, en el caso Malvinas los propios ingleses saben que en materia de títulos de propiedad están flojos de papeles, como ellos mismos lo han reconocido entre dientes en algunos pocos pero obrantes informes.

Y es por eso que en contactos y reuniones bilaterales, en 1968, en 1974 y en 1981, flotaron opciones de solución que enfocaban el tema territorial y versaban sobre él. En aquellas oportunidades se mencionó la probable resistencia parlamentaria a una solución que contemplara dar satisfacción (así fuera sólo parcial) al reclamo argentino y la necesidad de “explicar” a los isleños la conveniencia de crear bases duraderas de convivencia provechosa con Buenos Aires, abordando el tema de la soberanía.

Pero después de su victoria militar Londres se siente con derechos reforzados, derivados de nuestra condición de vencidos en 1982, y pone como cortina musical de todo proyecto de diálogo los puntos de vista de los colonos.

Negar la posición británica y sus razones es hacer uso del derecho angelical a ver el mundo detrás de un vidrio rosado, pero no ayuda a mejor armar un diálogo sobre este tema con nuestro contrincante. Hay urgencia en entablar ese diálogo.

Mirando el período 2015-2025, ¿quién puede asegurar que Gran Bretaña no cederá parte de alguna isla del archipiélago, o parte de su base actual en Malvinas o en las islas Georgias o Sandwich a la Armada norteamericana, a la NASA, o a la CIA, o que no se le ocurrirá ofrecer a Washington la reubicación, allí, de presos de Guantánamo?

El statu quo actual no nos es favorable. La solidaridad de Estados aliados y amigos y las votaciones positivas en muchos foros y organismos son datos positivos, pero lejos de conmover a Londres parecieran inclinar a sus estrategas a redoblar la apuesta por la exhibición de la fuerza.
Sería quizás el momento de encabezar el rezo de nuestro dogma diplomático en materia de Malvinas por la inclusión de una nítida formulación de reclamo de territorio, dejando sobre todo a Londres la invocación de lo referente a población. Y cambiar el eje del conflicto, desplazando la cuestión de los derechos o intereses de los colonos a partir de un reconocimiento global de su estatuto y sus derechos, a ser regidos por Londres. Y plantear la cuestión del título a las islas como central, agregando la propuesta de iniciar, en armonía con ella, otra negociación a cinco bandas (4+1), regional y conjunta con Chile, Uruguay y Brasil en materia de recursos, investigación científica y salvaguardia de la vida en el mar en la Antártida y el Atlántico Sur.

Si así se obrara, no es imposible que Gran Bretaña sopese la posibilidad de abrir un nuevo capítulo de sus relaciones con el Río de la Plata, Chile y Brasil, teniendo en cuenta la etapa movediza en la que está entrando la política global y los remezones que van a acompañar la aparición de un orden mundial policéntrico en el paisaje de escasez de espacio y recursos que ha de presidir su instalación.

En ese escenario futuro, Argentina y Gran Bretaña deberían encontrar espacios compartidos de responsabilidad que tomen la apertura de una negociación sobre soberanía territorial en las islas Malvinas como estribo para incluir una negociación sobre un proyecto estratégico de cooperación científica, técnica y empresarial regional de naciones sudamericanas, entre las que figuran dos miembros del G20, y una potencia europea. Que busque superar el conflicto solucionando los extremos de rigidez paralizantes y reemplazándolos por fórmulas sensatas y ecuánimes. Y que incorpore la escala de rentabilidad política, estratégica y económica de tal abordaje.

Por supuesto que será el país más poderoso hoy el que tendrá que percibir cómo no ver disminuir ese poder mañana. Argentina deberá aprender a abordar las negociaciones desde cierta práctica de la discreción, la moderación y la apertura a la flexibilidad en los intercambios. Y Gran Bretaña deberá deponer la arrogancia, la vana superioridad con que trata a nuestros gobiernos democráticos y meditar bien acerca de las reales posibilidades con que cuenta de que su presencia en la región sea fruto de un acuerdo amplio, en lugar de persistir en fundarla casi exclusivamente en la fuerza militar.

Buenos Aires no debería quedarse en la búsqueda de consensos y los pedidos de negociar, por útiles y valiosos que fueren. Tenemos que aproximarnos a la potencia nuclear, comercial y financiera que es Gran Bretaña con propuestas de diálogo amplias e imaginativas. Idéntico esfuerzo deberá hacer el Reino Unido, pensando en la rapidez de los cambios de configuración mundial y el crecimiento de los regionalismos.
Desde 1945, a Londres le viene costando mucho recrearse como nación rectora sin un imperio a su alrededor. Conservar en Sudamérica enclaves alquilables a Estados Unidos como bases militares o centros de espionaje no parece ser un placebo sin amarguras ni vergüenzas. Perseverar en actitudes de arrogante altanería no resultará en mejoras de su audiencia sudamericana.

Involucrar al Mercosur y a la Unión Europea es, en cambio, un germen de proyecto que mira hacia la paz, la equidad y la utilidad para el conjunto. Sería una manera de incrementar los niveles de sensatez, mesura y franqueza en nuestras relaciones comunes, desmintiendo a Talleyrand.