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La maravillosa historia de un pelo

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Una noche, hace años, estaba en la casa de un amigo. Me había invitado a comer y mientras él se abocaba a las tareas gastronómicas yo me dedicaba a lo que suelo hacer cuando entro en una casa ajena, esto es, husmear la biblioteca. Mi amigo había estado muchos años en prisión y siempre se me antojó que las notas al margen hechas en los libros por los presidiarios tienen, necesariamente, que ser diferentes a las tomadas por el común de los mortales que toman notas al margen cuando leen. (Una vez Georges Steiner definió así al intelectual: el que toma notas al margen cuando lee. Barthes, por su parte, decía que al tomar una nota al margen, el lector se convierte en crítico. Las notas al margen son importantes.)

Yo estaba entonces husmeando. Y de pronto divisé un libro que era inhallable, que de hecho jamás había tenido en mis manos: Sendas perdidas, de Martin Heidegger, un viejo ejemplar editado por Losada en 1960, el que años después editaría Alianza con el título Caminos de bosque. De modo que hice lo que cualquiera hubiera hecho al tomar un libro entre las manos: lo abrí al azar y empecé a hojearlo. Y entre dos páginas apareció algo tan banal como un pelo. Era un pelo largo, rojizo, muy largo. Estaba enroscado varias veces en sí mismo y estaba allí. No era una flor disecada, no era un papel con una nota: era un pelo. Así que hice lo que quiero creer que cualquiera hubiera hecho: soplar y sacarlo de allí. Desde la cocina mi amigo percibió lo que había hecho y salió, cuchillo en mano, a preguntarme justamente eso, qué había hecho. Con naturalidad le dije que había quitado un pelo de entre las páginas, y lo que siguió después es difícil de transcribir. Hubo revuelo, ruido. El mundo se había desmoronado. Ese pelo no era un mero pelo: era un pelo que debía permanecer allí, entre esas páginas, porque era un pelo… especial. Así que ahí estábamos los dos, de rodillas en el suelo, buscando un pelo rojizo en la alfombra. Para tranquilizarlo, emulando un poco a James Stewart en Caballero sin espada, le dije a mi amigo que nadie iba a abandonar esa habitación hasta que el pelo apareciera. Los pelos son ligeros, así que después de hacer una inspección pormenorizada de la alfombra entendimos que con mucha probabilidad el pelo había levantado vuelo. No importaba, íbamos a encontrarlo. El accidente del pelo y la posterior pesquisa comenzó a las diez de la noche. A las 4 de la mañana mi amigo finalmente sostuvo triunfante entre los dedos el pelo rojizo que yo había soplado de las páginas de Heidegger. Estaba tal cual, era una elipse perfecta, parecida a la ruta que describen los planetas alrededor del sol. Mi amigo volvió a depositar el pelo en el lugar que le correspondía. Y todo volvió al punto de partida.

Nunca supe a quién había pertenecido ese pelo y por qué su lugar estaba entre las páginas de Sendas perdidas de Heidegger. Tampoco era importante. Lo importante era que incluso el libro que encerraba más sabiduría era capaz de quedar relegado ante lo que podía rememorar un simple pelo. Una elipse que sin duda encerraba una historia capaz de aniquilar el resto.

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