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Libros y aduanas

El otro día en la calle Bulnes, en el barrio de Almagro, me topé con un escritor francamente insoportable, un engreído, especie de loser de la world literature que no registra que es un hazmerreír, uno de esos que, ici et là, pronuncian sin cesar palabritas en francés para hacerse el culto; se cree vanguardista porque escribió una novela cuyos personajes son gatos que maúllan en el techo de una casa en el barrio de Villa Lugano.

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El otro día en la calle Bulnes, en el barrio de Almagro, me topé con un escritor francamente insoportable, un engreído, especie de loser de la world literature que no registra que es un hazmerreír, uno de esos que, ici et là, pronuncian sin cesar palabritas en francés para hacerse el culto; se cree vanguardista porque escribió una novela cuyos personajes son gatos que maúllan en el techo de una casa en el barrio de Villa Lugano. Mientras le decía inútilmente que estaba apurado, sin que me escuchara –ya se había largado a hablar sin parar, como de costumbre– alcancé a comprender que había estado en Guayaquil, y que en el vuelo de vuelta –por Avianca, con escala y cambio de avión en Bogotá–, cuando estaba a punto de abordar el avión –de hecho ya había otros pasajeros que lo estaban haciendo–, escuchó por los parlantes su nombre y la indicación de que se presentara urgentemente en el mostrador. Allí se enteró de que debía concurrir de inmediato a un “control aleatorio” de su valija en la oficina de “tráfico de estupefacientes”, en la que lo esperaba un par de policías de aduana y ningún otro pasajero del avión. Rápidamente comprendió que el control no era tan aleatorio –de lo contrario, habrían llamado también a otros pasajeros–; tal vez algunos de sus rasgos (49 años, viajando solo, en ruta a Buenos Aires vía Bogotá) llamó la atención de la policía, o vaya a saber qué, pero lo cierto es que allí se encontraba, entregándole a un oficial de apellido Hurtado (no es necesario aquí hacer ningún chiste fácil sobre la relación entre el apellido y el oficio de policía) la llave del candadito de la valija, mientras por los parlantes se escuchaba el último llamado para abordar el vuelo. El policía abrió la valija, y sólo encontró algunas remeras –una de Kiss, otra de los Ramones, un par más lisas–, pocas otras ropas, y muchos libros. Hurtado le preguntó por qué tenía tantos libros, y el insufrible respondió que es escritor. Incluso le mostró un libro propio, ante lo cual Hurtado dejó de inspeccionar, le pidió disculpas, procedió a cerrar la valija, y ordenó que lo acompañaran al avión, cosa que por supuesto ocurrió. Fue el último pasajero en subir a la nave, de un vuelo que luego sería bien plácido.

¿En qué momento se convirtió en más peligroso traficar drogas que leer libros? No lo sé. Y tampoco sé por qué, pero la anécdota me dio ganas de releer Contra la interpretación, de Susan Sontag. Cada vez que lo leo lo encuentro más datado, más fechado en los 60, más envejecido, pero a la vez, cada vez más cosmopolita, más abierto al mundo. Deberíamos leer Contra la interpretación como el gran libro contra Trump. Fuera de eso, no me acordaba de que en sus “Notas sobre lo camp”, además de a Ronald Firbank, Sontag menciona a Ivy Compton-Burnett. No me parece que Compton-Burnett sea camp, pero no voy a discutir con la propia autora del concepto. En cambio, sí me siento en condiciones de disentir con esta frase: “Judíos y homosexuales son las descollantes minorías creadoras de la cultura urbana contemporánea (…) las dos fuerzas precursoras de la sensibilidad moderna son la seriedad moral judía y el esteticismo y la ironía homosexuales”. ¿Y qué hacemos los que somos judíos e irónicos? ¿Seremos para Sontag demasiado judíos como para volvernos gay, y demasiado irónicos como para ser seria y moralmente judíos? Pertenezco a la minoría de la minoría.