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No se puede alargar

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“Frank Zappa –cuenta Pauline Butcher, su secretaria– tenía tres adicciones: el sexo, el café y los cigarrillos”. Yo agregaría que la música también era para él una adicción. Pasaba casi el 80% del día en su estudio trabajando en las partituras. Si no, no se puede explicar la cantidad de discos extraordinarios que ha sacado y la complejidad de perfección que tenía su banda, The Mother of Invention, en escena.

Zappa parecía improvisado, pero estaba todo estudiado al milímetro. Sus músicos tenían prohibido consumir drogas y tenían que saber tocar su música al extremo. Rafael Spregelburd es un compositor de este tipo. Acabo de ver La terquedad y quedé pasmado. Una obra inmensa, graciosa, escrita y dirigida sin dudas por un demente controlador como Zappa.
Spregelburd comparte también, para mí, el fenotipo, para decirlo de alguna manera, de Quentin Tarantino: ambos son inteligentísimos, brillantes y divertidos. Pero si en las otras obras de Spregelburd que vi me quedaba maravillado por su inteligencia pero no conectaba desde la emotividad, en ésta el impacto fue total. Un crítico me dijo: “Pero fijate que el último acto tiene problemas”. Me reí. Es como decir que Brad Pitt tiene problemas con las mujeres. Spregelburd es un genio y esta vez tiene un elenco magnífico –que lo incluye a él– a la altura del delirio.

No bien salí del teatro lo llamé a mi amigo Alejandro Linshespir, que está montando una obra que yo escribí y que dura sólo una hora y cuarto (la de Spregelburd dura un viaje en avión a un país limítrofe), y le dije que no había que estrenarla, que Rafael Spregelburd había puesto la vara muy alta. O que había que alargarla a cinco horas y a tres intervalos.
“Imposible”, me dijo, “no se puede alargar”. “¡Pero si el Barcelona, dándole inyecciones, alargó a Messi!”, le dije. “Se puede alargar a un hombre, ¡pero no una obra!”, me dijo.