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guerras

Rock de hombres quebrados

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Termina Campo minado, de Lola Arias, y una de las investigadoras de la obra, Luz Algranti, me pregunta en piloto semiautomático: “¿Cómo te pegó? Porque a los hombres los destroza”. Todavía no sé qué suelo piso y le digo: “¿Tienen estadísticas?” “No”, me dice. Pero basta mirar en derredor, en la sala abandonada a la penumbra, después de la exposición de estos soldados convertidos en actores, para darse cuenta de que la guerra –o al menos el complejo sentimiento infantil y la pulsión de muerte que se agazapan en la guerra– es una cosa profundamente masculina. Podremos aducir que quien dio la orden de atacar el Belgrano fuera de la zona de exclusión fue una mujer pero ¿no hay luego algo exageradamente masculino en Margaret Thatcher?

Lola Arias buscó de entre cientos de candidatos a tres veteranos argentinos y tres ingleses (uno de ellos, un gurka nepalés) para narrar Malvinas en primera persona. Se estrenó en el Royal Court Theatre y está por terminar su ciclo en la sala de la Universidad de San Martín, sin cuyo apoyo la obra hubiera sido imposible.

Cuando la exposición de historias reales pega en la sala (historias que exceden lo subjetivo para conectar con una comunidad –o dos– entera), lo que se da es raro e intenso. Una multitud (el público, un nosotros indiferenciado) no apoya ni apoyó ni apoyaría esta guerra. Así que parece fácil demostrar cuán absurdo ha sido todo. Pero algunas personas reales estuvieron en ella. Hablarles de absurdo es hiriente. Algunos de estos seis hombres sí eligieron esta guerra. Por motivos culturales, profesionales, psíquicos. Y es que siempre hay motivos psíquicos, profesionales, culturales para hacer una guerra. Así que lo estrafalario es que la obra invierte su escenario: seis hombres afectados observan a una platea inquieta que ha venido a juzgarlos. Ya que nadie lo ha hecho. Ya que estos hombres piden a gritos alguna cosa que los libre del peso. Son hombres trabados en un trauma: son como niños en la edad en la que ocurrió.

Hay un prejuicio contra lo terapéutico del arte. Lo hemos discutido a veces con Marcos López, y creo que él me empieza a convencer. ¿Qué otro destino mejor para el arte que la sanación de las almas de quienes lo invocan? ¿Hay una técnica, una eficacia que valga un peso más que la vida real de las personas? Si somos testigos del fulgor de estos seis hombres rotos es posible que también en nuestras almas ocurra una modificación. Claro que Lola no busca hacer terapia, ni sabría cómo. Refina, en cambio, su técnica y su estilo: el desplazamiento del melodrama hacia el puro sonido; las frases cortas y cortantes, como títulos a capítulos que sólo se arman en la cabeza del espectador. Pero la obra es sanadora. Una letal quimioterapia.

Capítulo aparte merecería la notoria falta de apoyo institucional (en Gran Bretaña y en Argentina) a un proyecto que –bien mirado– es capaz de evitar una guerra.