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Verdad mentirosa

Las buenas escuelas de conductores disponen de autos con dos volantes y sus respectivos juegos de embrague, freno y acelerador. El alumno aprende manejando el volante convencional, a la izquierda, mientras que el profesor lo acompaña a la derecha, siempre listo para frenar o modificar la dirección en caso de que el educando derrape.

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Las buenas escuelas de conductores disponen de autos con dos volantes y sus respectivos juegos de embrague, freno y acelerador. El alumno aprende manejando el volante convencional, a la izquierda, mientras que el profesor lo acompaña a la derecha, siempre listo para frenar o modificar la dirección en caso de que el educando derrape.
Eso es el doble comando: un vehículo manejado no por una, sino por dos personas. Lo mismo sucede hace décadas con los aviones y más ahora, con tableros que son enormes paneles desde los cuales se digita la computadora que, en verdad, dirige las naves.
Se acabó la era de las conducciones singulares y de los mandos unipersonales. Al menos en términos tecnológicos, la sofisticación y versatilidad de los mecanismos que resultan del estado del arte generan una enorme redundancia del conductor solitario.
Nada de esto es malo. Antes bien, la ostensible ampliación del espacio de liderazgo para que pueda y deba ser ocupado por más de una persona significa mayores garantías para los conducidos, menor dependencia de los individuos que obran solos y menores posibilidades de riesgo y error. Es así.
Son precisamente las hoy denostadas instituciones los mecanismos ideales para evitar que el monocomando dañe o haga retroceder a una sociedad. Si la democracia algo tiene para exhibir como superioridad invencible de cara a la autocracia, es su característica de sistema de gestión que reduce al mínimo los peligros de un gobierno basado sólo en los instintos, la voluntad, el talento y la fuerza de una persona.
Con la existencia potente y sustancial de un Congreso y el funcionamiento robusto de una Justicia que trabaje desde y para la ley –y no como esclava sexual del poder político ocasional–, una sociedad funciona, verdaderamente, con comando múltiple. Si pensáramos en términos de Fórmula 1, podríamos decir que el misterio de los logros reposa en la escudería más que en la luminosidad de un piloto perfecto.
Así, la alusión, cada vez más reiterada, a que la Argentina es un país que navega por la vida sometido al supuesto doble comando del matrimonio Kirchner es una verdad mentirosa, una trampa resbaladiza. La verdad es que desde mayo de 2003 la Argentina asume una metodología de inédita concentración y opacidad en la gestión del poder.
El comando está situado en una unidad de acción, pequeña y cerrada, cuyos contornos no derivan del espíritu y letra de la Constitución. Antes bien, el grupo que comanda hoy a la Argentina es una célula funcional, pero blindada a toda rendición de cuentas republicana.
Este fenómeno, de gruesas implicancias, conlleva el vasallaje más taxativo de los funcionarios a la “conducción”, un esquema de cosas cuyo precepto principal es que el orden jerárquico no deriva de los escalafones convencionales, sino del sitio que ocupa una persona en su relación con el poder verdadero. Esto hemos visto en estos años, un limbo organizativo donde los subjefes desdicen a sus jefes, y los coroneles reescriben a los generales.
El doble comando tan mentado no es, en consecuencia, resultado de que el ex presidente desdiga o esmerile los cometidos de la actual Presidenta. Esa sería la versión más ligera y, si se quiere, menos grave del problema. Lo que sucede es que, sobre el esqueleto aparentemente íntegro de la regularidad estatal, hay una conducción que saltea rangos y organigramas.
Como sucedió entre mediados y fines de los setenta, los “ámbitos” tienen “responsables” que se suelen entender de manera horizontal, en respeto a sus mandos en las sombras. No podría explicarse, de otro modo, que convivamos sin mayores traumas con iniquidades con nombre propio, sólo explicables en función de una brutal geometría del poder verdadero. Eso son Guillermo Moreno, Ricardo Jaime y el recientemente sacrificado Ricardo Echegaray: milicianos de la conducción nacional cuyo espacio de poder es resultado no de su puesto jerárquico en su respectivo organigrama, sino de su vínculo orgánico con ese liderazgo.
En los espacios por los que transitaban en los años setenta quienes hoy integran el matrimonio conductor, había palabras-código que han re emergido ahora en la gestión del poder actual: esa jerga, que a menudo tiene inconfundibles reminiscencias castrenses (cuadros, soldados), revela la existencia de una osadía del poder concebido como instalación vertical, “organización” que cruza y a menudo circunvala al aparato administrativo del Estado.
El descabezamiento de la idea de autoridad formal reverbera con consecuencias ominosas; es la lealtad a la jefatura real lo que cuenta, a menudo al margen e incluso en contra de lo dispuesto o concebido por el funcionario superior. En términos reales, es una concepción que deliberadamente subvierte el orden a favor de una realidad de facto, enancada ésta en aquella conducción remota.
Aspecto importante de esta derivación inquietante es que el principio de la solvencia personal o de la competencia personal queda confiscado en beneficio del enrolamiento de los que, con menos méritos, pocos diplomas y ningún escrúpulo, ganan la confianza de los jefes y saltean la prueba de la eficiencia.
Ese “comando doble” al que aluden comentaristas y opositores diversos permite, además, situaciones embarazosas e inexplicables en cualquier ordenamiento habitual, pero comunes en la Argentina. Pocos casos reflejan de manera más elocuente esta dañina rareza argentina, como el asunto de los fondos de Santa Cruz. Se ha improvisado y mentido descaradamente sobre ellos: afirmarlo no es una aventura injuriosa, sino una foto de los hechos.
El país entero sabe que Néstor Kirchner dijo ya en 2005 que esa enorme masa de dinero había sido repatriada. Lo reiteró en 2007 por Radio Continental. Ahora le toca al gobernador Peralta asegurar que la tercera es la vencida. Todo sucede como si fuese posible esconder y desvirtuar hechos magnos con elementales trucos de magia provinciana, ante una sociedad para la que, aparentemente, nada de esto es relevante. Ese comando cerrado y blindado permite que cuestiones decisivas se manejen y sean presentadas de la manera más impune, sin que los mecanismos republicanos intervengan en nada.
Es posible que ninguna de estas preocupaciones, angustiadas más que enojadas, salpique hoy demasiado la dura, inclemente piel de los argentinos. Probablemente, la mayoría no tenga noción de lo comprometedor y pernicioso que todo esto será, con toda certidumbre, para el futuro inmediato de la Argentina.