CULTURA
OSVALDO SORIANO (1947-1997)

Más allá de la nostalgia

Diez años atrás, el 29 de enero de 1997, moría uno de los primeros best sellers argentinos. Amado y odiado por igual, su mito se asienta sobre una seductora personalidad: costumbres noctámbulas, mística peronista, pasión futbolera y sentencias literarias que se popularizaron hasta el eslogan. ¿Es posible leerlo fuera de la dicotomía academia-mercado? Si se cifran los discursos alrededor de su obra, encontramos la génesis de las lecturas actuales, que no suelen moverse del registro del “homenaje” y petrifican su obra en el pasado.

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CON EL PIE DERECHO. Su primera novela, el policial negro "Triste, solitario y final" (1973), lleg a vender ms de un milln de ejemplares en todo el mundo. | Cedoc

"En el velorio, llamaba la atención que se acercara a despedirlo un sinfín de lectores anónimos. Me acuerdo de un padre y de un hijo, los dos con la camiseta de San Lorenzo, el club de Soriano”, escribe Guillermo Saccomano en una nota-homenaje a Osvaldo Soriano, único autor que se mantuvo en la categoría de best seller nacional después del boom latinoamericano. Su primera novela, Triste, solitario y final , que se dio a conocer en 1973, llegó a vender más de un millón de ejemplares en todo el mundo.

Durante su exilio, que duró hasta el regreso de la democracia, siguió publicando; en muchos casos sus libros se editaron en el exterior mucho antes que en el país. Historias como la de No habrá más penas ni olvido –que recién se publicó en la Argentina hacia 1982– eran leídas en el exterior como una versión de los hechos de lo que ocurría en el país. Durante la década del 70 escribió en la sección Deportes del prestigioso La Opinión y llegó a decir que ahí aprendió la fórmula de “trabajar poco y salteado”.

A su regreso al país participó en la fundación del diario Página/12, donde escribió hasta su muerte legendarias contratapas autobiográficas, donde los personajes eran el Sur, su padre y un viejo Gordini de chapa impecable o gatos desamparados en el Jardín Botánico. Y en la década del 90 fue el escritor nacional vivo más vendido y leído.

A diez años de su muerte, causada por un cáncer de pulmón, se escribió muchísimo y se opinó aún más sobre su vida y sus libros, pero l os estudios rigurosos no abundan: apenas un libro de Marcela Croce, Osvaldo Soriano: el mercado complaciente, que ya desde su título expone su sesgo crítico. Al día de hoy, las notas tampoco se alejan del homenaje y de su carga nostálgica que sirve, en última instancia, para dejar inmóvil una obra como pieza en la vidriera de un olvidado negocio de antigüedades (literarias). No se arriesga mucho cuando se afirma que la muerte opera sobre un autor a favor de la canonización de su obra o, si no hay suerte, del más profundo olvido. Entonces, ¿cómo leer a Soriano hoy? ¿Sigue el mercado avalando su producción? Como ocurre con otros autores exitosos en términos de ventas, no se ha podido salir de las lecturas que se mueven en la cómoda dicotomía “academia-mercado”. En todo caso, hay ocasiones en que resulta necesario alejarse del sentimentalismo que evocan los recuerdos del personaje y salir de esa dualidad, en el intento por cifrar los discursos que rodearon y permanecen en torno a su obra.

En contexto. No habrá más penas ni olvido se publicó en la Argentina cuando aparecían otras novelas que daban cuenta del violento momento político del país. Respiración artificial de Ricardo Piglia o Nadie nada nunca de Juan José Saer tematizaban el presente y desarrollaban historias cifradas –cada uno en su propio estilo–, poniendo en cuestión la posibilidad de un relato, en casos violentando el lenguaje y la noción de género, expresando la crisis del realismo y la imposibilidad de narrar aquel presente bajo estructuras cerradas. Por su parte, Soriano trabaja un lenguaje transparente con historias lineales y referencias al cine, al policial negro y a la mística peronista. Así, mientras la crítica de la época celebró sumar al canon a los primeros autores, ignoró al último –suerte que corrió también Jorge Asís con el otro best seller de época Flores robadas en los jardines de Quilmes.

Sin mercado. Soriano tuvo el mérito de ser uno de los autores mejor cotizados de la industria editorial argentina. Juan Martini, en el prólogo de A sus pies rendido un león, escribe: “Fue uno de los primeros que advirtió que a las editoriales les interesaba, y mucho, un segmento de la creación literaria que estuviese en condiciones para salir a lidiar (con ella) sabiendo de qué se trataba; fue claro y firme en sus exigencias. También es cierto que no entraba en sus cálculos –como lo dijo alguna vez– perder un solo lector. Sabían sus amigos, conocidos y allegados que soñaba con vender un día toda su obra a una editorial cobrando un anticipo de un millón de dólares y con que alguna de sus novelas se filmase en Hollywood”.

Casi lo consiguió: sus novelas fueron adaptadas al cine y, en 1995, Editorial Norma adquirió los derechos de su obra por 500 mil dólares. Pero algo cambió luego de su muerte: en 2003, Editorial Planeta compró aquellos derechos para su sello Seix Barral a sólo 120 mil. En Osvaldo Soriano. Un retrato, de Eduardo Montes-Bradley (Norma), libro que recoge testimonios y busca configurar una imagen del autor, Martín Caparrós afirma: “Cuando murió se habló muchísimo de Soriano y se empezó a construir el mito. Sin embargo, no se vendieron muchos libros. Había vendido tantos libros, y en ese momento todos los medios se ocupaban de él, pero eso no hizo que la gente lo leyera más”.

Soriano construyó su leyenda gracias a su idiosincrasia: confesadas ambiciones, simpáticas manías personales, calidez y solidaridad para con sus allegados (Rodrigo Fresán, entre otros, da fe de su generosidad). Pero también relaciones polémicas y un costado popular, que encaja con su poca educación formal –por la cual, desde luego, fue criticado–, su pasión por el fútbol –era hincha fanático de San Lorenzo–, una vida noctámbula –se despertaba por la tarde y llamaba a sus amigos de madrugada para que le cuenten qué había pasado durante el día–, excéntricas supersticiones felinas –creía que los gatos lo ayudaban a escribir– , todo condimentado con un firme recelo y una consecuente agresividad con sus detractores. La creación de sentencias literarias que se popularizaron hasta el eslogan, como la del personaje que dice: “Yo nunca me metí en política, siempre fui peronista”, también fueron parte de su universo. Todo, en el marco del gran relato setentista que tiene en el exilio su factura más nostálgica.

Cada volumen de la última edición de su obra es acompañado de un prólogo de reconocidos autores, desde Tomás Eloy Martínez a Osvaldo Bayer. En la mayoría de los casos son escritores con los que tuvo algún tipo de relación, personal o laboral. Cada obra tiene, entonces, el aval de otra firma que se asume prestigiosa, lo que puede leerse como una operación para legitimar al best seller en otros ámbitos.

Juan Sasturain, en Osvaldo Soriano, un retrato, dice: “El Gordo tenía una relación con la literatura muy particular. El siempre se sintió como un paracaidista, más que paracaidista alguien que había entrado en la literatura sin pedir permiso, como con trampa, por la ventana, por la puerta del fondo; nunca se sintió un literato”. En este sentido, puede pensarse a Roberto Fontanarrosa como una versión apolítica de Soriano. ¿Quién no escuchó decir al dibujante rosarino, también amante del fútbol y de la cultura popular, que se inició en la literatura por mera pasión, y que, en este sentido, está fuera del campo literario?

Sin embargo para Soriano, como para tantos otros best sellers latinoamericanos, la indiferencia de la academia o el desdén de la crítica fue algo conflictivo. No llegó a ser feliz con la inaudita cantidad de lectores que lo seguían. Como si no pudiera aceptarse que literaturas diversas conviven gracias a públicos variados –y en ámbitos diversos–, no soportó ser ignorado o maltratado por algunos. La anécdota es verídica: Charlie Feiling escribió una reseña de Una sombra ya pronto serás que decía: “Soriano es a la literatura lo que el menemismo es a la política”. A partir de ahí, el autor hizo lo imposible para que echaran a aquél del diario Página/12. Por suerte, pronto todo se arregló entre ellos y Feiling no perdió su empleo. Pero no era extraño ese tipo de actitudes. En el libro de Montes-Bradley, Liliana Heker confirma: “A Soriano no le gustaban mucho las críticas, y tomó medidas injustas contra gente que lo cuestionó. Eso no le quita mérito; era un hombre complejo, de la misma manera en que era un tipo terriblemente querible”.

Heker publicó, en la célebre revista El ornitorrinco, una reseña de No habrá más penas ni olvido. “Era una crítica bastante dura”, confiesa la escritora. “La novela toma un sector de la realidad nacional de los 70 químicamente aislada del resto. Es decir, en la novela no hay más que peronistas: peronistas buenos y peronistas malos.” La crítica posterior no se alejó demasiado de aquellas líneas interpretativas. Se acusa a la narrativa del autor de “simplista” y “superficial”. Martín Prieto, por ejemplo, sigue a María Teresa Gramuglio, quien afirma que Soriano suma un capítulo más “de la eterna lucha entre los buenos (los honestos peronistas de la primera ola, la juventud) y los malos (los advenedizos, la burocracia política y sindical, las bandas armadas)”.

En su reciente Breve historia de la literatura argentina, Prieto escribe: “Mantuvo vigente su pacto con el gran público a partir de una fórmula exitosa desde Triste, solitario y final, su primera textualización: temas complejos, pero reducidos a sus vectores de fuerza principales, siguiendo los lineamientos simplificantes de la alegoría. De este modo, la vastedad del país, en No habrá más penas ni olvido, es empequeñecida al tamaño de Colonia Vela, un pueblo imaginario de la provincia de Buenos Aires, y la complejidad ideológica del enfrentamiento entre la izquierda y la derecha peronistas en los años setenta, a una satírica pelea entre un borracho preso, un loco, un comisario, el piloto de un avión fumigador y un viejo empleado municipal que convierten la novela en un episodio desprovisto de historia, política e ideología”.

Vale señalar excepciones: entre sus seguidores, los hay también profesores universitarios. El año pasado, el crítico cordobés Rogelio Demarchi afirmaba, en el sinuoso artículo Novelas marcadas: Soriano contra Puig, que la obra del primero debe leerse en diálogo con la del autor de Boquitas pintadas. Este es uno de los pocos intentos –si no el único– de un académico para reivindicar al escritor.

Estrategias textuales. “ Tenía un gran talento para llegar a la gente y eso no se puede cuestionar. Sus amigos y sus lectores lo han querido mucho”, dice Heker reiterando la idea de que, palabras más, palabras menos, utilizan todos los que han criticado sus libros. Así, despliega una retórica sagaz: en un doble movimiento, efectúa una concesión –se acepta que “tenía gran talento”– y, al mismo tiempo, le quita relevancia en el campo literario –circunscribe el resultado de su “talento” a sus “lectores” o “amigos” que lo “querían”–; hábilmente, sugiere que el afecto es un efecto de lectura válido en ese mismo terreno: el del vínculo. Aunque cierta, la afirmación es una maniobra retórica que logra quitar el problema –la obra– del medio de la discusión.

Habrá que rastrear las marcas que deja su figura entre los escritores de hoy; ver si su sombra se despliega o se oculta en la producción de los nuevos narradores, quienes, después de todo, recomendarán su lectura o cristalizarán su obra como un objeto fóbico de la literatura argentina para que permanezca en el olvido. Nuevas lecturas deberán confirmar o desmentir si las peripecias – ,y la perseverancia– del periodista “Osvaldo Soriano”, protagonista, junto al detective Marlowe, de Triste, solitario y final, se vuelven previsibles hacia el final del libro; si la acción sigue capturándonos aún más que los diálogos algo pretenciosos de Una sombra ya pronto serás; si sus estrategias narrativas, hoy despojadas de su referente histórico inmediato, actúan como un foco para cifrar el presente o si en las palabras de los habitantes de Colonia Vela reverberan los ecos oportunistas de una sentencia inapelable.

Descubrir si sus personajes, algunos tan entrañables como se dice fue su autor, se animan a desequilibrar los contornos de una época conflictiva o se repliegan en una seducción refleja que no logra conmover fuera de aquel lugar, traicionero y frágil, en que se ampara la nostalgia.

Suma y resta, fuera de su obra literaria
Suele decirse que una buena adaptación puede convertir un buen guión en un guión excelente. Cuarteles de invierno, No habrá más penas ni olvido y Una sombra ya pronto serás llegaron al cine; Soriano colaboró en el guión de la última, dirigida por Héctor Olivera.

Si su ficción, inspirada en el policial negro, es una buena base para una película en términos de acción, los diálogos presentan dificultades. La primera afirmación, entonces, se vuelve reversible. En Una sombra... hay escenas complicadas, como aquella en la que un personaje propone a otro, ante la falta de dinero, apostar sus ilusiones al truco (la respuesta será: “Ya no me quedan”). El film no aliviana la pretenciosa carga del diálogo original y lleva la situación al borde de la telenovela. Uno de los personajes apuesta “un recuerdo” y pronto se arrepiente por miedo a perderlo. En la novela, el personaje se va y regresa pronto con sus cartas, pero en la película todo es más extremo, casi bizarro. Al grito de “Envido, la puta que te parió”, el protagonista persigue a su compañero que ha subido unas escaleras para volver y cantar “29” al borde de las lágrimas. El melodrama audiovisual se torna risible. Desde 1994, la película no ha hecho más que envejecer.

La obra paralela de Soriano son sus crónicas periodísticas, en las que despliega todo el potencial del género. Pieza deslumbrante de non-fiction, su relato sobre el caso Robledo Puch –publicado en La Opinión– no pierde vigencia. Ante el caso del joven de clase media que mató a once personas, los matutinos de la época se valieron de la misma estrategia que hoy puede verse en los casos policiales más mediáticos. A las especulaciones sin sustento, se sumaban calificativos como “Bestia humana” o “Muñeco maldito”. Así, sitúan a Robledo Puch en el lugar del monstruo, lo que sólo sirve para una lectura que concluye en la idea de que el delincuente está fuera de la sociedad, que nosotros no tenemos nada que ver con él, que no hay nada que cuestionarse. Pero Soriano busca testimonios, reconstruye la vida del detenido y los narra en clave de ficción. Muestra la persona detrás de los crímenes.

De la lectura se desprende la responsabilidad de toda la sociedad en los valores que inspiraron los asesinatos. Es difícil desentenderse de la frase de uno de los cómplices: “A los veinte años, no se puede andar sin coche y sin plata”. Soriano evita el recurso de la demonización y deja al lector con una inquietud necesaria.