CULTURA
Palabras finales XV

Viajera de cien años

Peregrina empeñada y orientalista decidida, la vida y obra de Alexandra David-Neel ilustra el evangelio de los auténticos viajeros: recorre el mundo entero y sus misterios no sólo para conocerse a sí misma, sino para establecer un vínculo perenne con los demás. La historia de una mujer que abandonó su casa para entregarse a las más desaforadas experiencias.

Asociacion ilicita. Su marido no sólo aceptó que viajara sola, sino que financió buena parte de sus periplos.
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La obediencia es la muerte”, escribía Alexandra David-Neel (1868-1969) en su primer libro, A la vida,  publicado por el geógrafo anarquista Eliseo Reclus en 1898. “Y la mejor fuente de la juventud está en la actividad intelectual y en los viajes”, reiteró hasta su partida final un mes antes de cumplir los 101, ya conocida como la mayor experta europea en budismo tibetano y por haber viajado durante décadas por el continente asiático sobre rutas desconocidas para Occidente, llegando a la inaccesible ciudad de Lhasa cuando estaba estrictamente prohibido el ingreso de extranjeros.
Nacida en París, criada en Bélgica desde los 4 años, residente en Londres en su juventud, cantante de ópera en Indochina, amiga de círculos libertarios, existencialistas, teosóficos y feministas, Alexandra tuvo la suerte de encontrar un marido como Philip David-Neel, ingeniero de cuantiosos recursos que no sólo aceptó que su mujer partiera sola en 1911, siete años después de casarse, sino que financió buena parte de sus periplos a través de regiones habitadas por bandidos, tigres, lobos, leopardos y refugiados del hambre y de la peste. Pacifista, ella siempre llevaba un revólver escondido entre sus ropas, por las dudas.
Con la ayuda de Yongden, un lama tibetano de 16 años que adoptó legalmente, tardó tres años en entrar a Tíbet desde China a lomo de caballo; descubierta como extranjera, fue expulsada en menos de dos semanas. Luego se instaló en Corea, Japón y también en el monasterio de Kumbum, hoy dentro de China, donde vivió dos años y medio levantándose a las tres de la madrugada para meditar, estudiar y traducir al francés clásicos tibetanos y sánscritos. El segundo intento fue a pie. Vestida como oriental, el pelo teñido de negro y con la ayuda de su hijo adoptivo, durante cuatro meses cruzó ríos y montañas a veces con la nieve hasta las rodillas, pasó semanas casi sin comer, durmió en cuevas congeladas, con las suelas de los mocasines destrozadas por las rocas después de una caminata de 44 días. Se hospedó entre bandoleros y cazadores que la creían un chamán o médium capaz de hacer curaciones y milagros. Con ellos aprendió a dormir profundamente sobre pisos de tierra, a comer carne con gusanos, a sonarse la nariz con los dedos y a actuar como una tibetana. Por fin entró a Lhasa mezclada con miles de aldeanos que acudían a las fiestas de Año Nuevo a esa ciudad construida a 3.500 metros de altura.
En esa cumbre del mundo se quedó en 1924 junto a su hijo y servidor Yongden, casi siempre de incógnito, con su condición de mujer europea disimulada bajo los ropajes del peregrino, en las calles, en tiendas de campaña, en hogares donde pudo refugiarse. Descubierta por algunos lamas, su conocimiento del idioma y las creencias locales le permitieron ser tolerada por un tiempo. Pero enferma de artritis, gripe, tosiendo sangre y con miedo de tener tuberculosis, tuvo que retirarse hacia el sur y se refugió en la casa de David McDonald, agente de comercio británico que fue el primer occidental en escuchar la historia de ese viaje extraordinario.
Luego de reponer energías y recibir más dinero que le envió su marido, tras una década y media de ausencia volvió a París. Allí comenzó a escribir los libros que la hicieron célebre, entre ellos Magia y misterio en Tíbet, y sobre todo Mi viaje a Lhasa, su larga crónica de exploración y autobiografía espiritual que tuvo nueve ediciones francesas en sólo dos años, además de unos treinta libros sobre budismo y artículos sobre cultura india y tibetana.  
Pero Alexandra volvió a sentir el llamado del camino nuevamente en la década del 30. “La aventura es la única razón de mi existencia”, decía. Viajó a China con intención de volver a Lhasa justo cuando estaba comenzando la invasión japonesa y terminó varada en el pueblo tibetano de Tachienlu, ocupado por los chinos, durante toda la Segunda Guerra Mundial. Su marido murió en 1941, y le dejó una herencia con la que se compró una mansión en Digne, al sur de Francia, donde se instaló en 1946. Su hijo adoptivo murió en el ’55; ella vivió catorce años más. Trabajó escribiendo y traduciendo incluso cuando sus piernas ya no la sostenían, leyendo con la ayuda de una lupa. Según sus biógrafos Barbara y Michael Foster, a un médico que le aconsejó usar anteojos cuando tenía 97 años le dijo: “Doctor, ¿a usted le parece que a esta edad necesito ponerme lentes?”.
A fines de la década del 60, Alexandra David-Neel era una leyenda viviente a la que acudían estudiosos del budismo, periodistas y hippies en viaje a India o Tíbet, a los que aconsejaba: “Ir con poco dinero a esos países es una falta de respeto para los mendigos nativos”. Continuaba escribiendo y practicando yoga incluso postrada en un sillón de su casa de Digne, rodeada de máscaras y estatuas tibetanas, atendida por su secretaria y casi enfermera Marie-Madeleine Peyronett. Se encontraba trabajando en una biografía de Mao cuando largó el último aliento. En la madrugada del 8 de septiembre de 1969 su asistente la escuchó susurrar, como si su mente estuviera cambiando de itinerario en sueños: “Estoy en Marsella y quisiera ir a Pekín”.