Soy tan argentina que vivo enamorada de Brasil, como un novio enorme y salvaje que me habla en portugués dulce y me convida camarones en palito. Estudio la cara de Bolsonaro, sus rasgos de pájaro afilado; recuerdo a una periodista que me dijo que, en Brasil, siempre gana el candidato más buen mozo. Pienso a quién le pueden gustar sus frases: que la mujer debe ganar menos porque se embaraza, que prefiere hijos muertos antes que gays. Habla taxativo como los militares y los comediantes. Hasta hace poco era considerado un payaso, un Aldo Rico animador de fiestitas carapintadas.
Pero el virus Bolsonaro se reprodujo: su hijo policía es el diputado más votado de Brasil. Morocho de ceja intensa, Eduardo se parece un poco al capitán Nascimento, el héroe de la película Tropa de elite.
Nascimento es un capitán de BOPE, el mortífero escuadrón de Río de Janeiro. La tortura y el espanto son rutina; en la parte dos, el héroe asciende a la política, para encontrar que la corrupción es indistinguible de Brasil. Apuesto e insobornable, lo da todo por la causa.
Bolsonaro agita esa fantasía: que el Estado de derecho solo se encarna auténticamente en la policía. El votante sabe que la tortura es parte del protocolo: ya con Dilma el Ejército avanzaba violento sobre el Amazonas y las favelas como nunca antes. Por eso es erróneo decir que Bolsonaro es culpa del PT: lo votan para que haga “profesionalmente” lo que venía haciendo el PT. En Brasil, la dictadura nunca tuvo nunca más, siempre busca un nascimento.