En un punto, Dorrego y Urquiza podrían reunirse. Urquiza también intenta ser un cruce de dos paralelas. Incluso hasta llega a tener conciencia de su propia visión fusionista, desde el golpe de Estado de Caseros en adelante. Es el jefe del Partido Federal, pero liberal; es un caudillo popular, pero su única preocupación es la conciliación con sus adversarios; posee una fuerte vocación industrialista y modernizante, cree en el progreso y se abre a las fuerzas brutales del capitalismo internacional, pero mantiene, al menos hasta Pavón, una fuerte dinámica nacionalista que contiene a las provincias contra el colonialismo porteño; es liberal, pero no unitario, posee sesgos autoritarísimos, pero intenta en lo posible evitar los derramamientos de sangre; patriarcalista en su pago chico, pero institucionalista y republicano en su visión confederada; es contradictorio, desmesurado, ambicioso y, al mismo tiempo, desprendido. Como Dorrego, Urquiza tampoco es Rosas. Y sin embargo, el entrerriano es absolutamente contradictorio a Dorrego: sus errores, sus limitaciones, sus debilidades, sus ingenuidades, sus intereses personales y pecuniarios, su preocupación por la riqueza, lo convirtieron en un traidor para los suyos, en una pieza útil para sus enemigos. Y Urquiza merecía otra cosa. Se traicionó y lo traicionaron. Y quedó allí, a mitad de camino, repudiado por quienes él defendía, reivindicado perversamente por quienes lo combatían. La dignidad de Dorrego lo hizo sobrevivir a la brutalidad de su fusilamiento; la debilidad, la fragilidad moral, la languidez de sus convicciones mataron al mejor Urquiza –el de la Constitución Nacional, el de la Organización consensuada, el de la unidad de los argentinos– con el puñal que sus propios partidarios le clavaron en su pecho.
Toda acción de un líder político es movida por dos grandes elementos en tensión: el narcisismo, por un lado, y las convicciones ideológicas –ya sean de izquierda o de derecha, nacionalistas o liberales– por el otro. Urquiza, y allí su componente trágico, navega entre ambas tensiones pero concluye ahogado en el lodo de su propio narcisismo, es decir, por la debilidad ante los halagos, las promesas de gloria, la ambición personalísima ante la historia. Urquiza es un hombre que duda permanentemente, que no sabe con certeza cuál es su verdadero papel en el proceso político de la Organización Nacional. Por esa razón, cede ante el brutal Mitre o ante el pérfido Derqui; por eso se esmera en seducir al implacable Sarmiento, apenas unos días antes de su propio asesinato. Sin duda intuyen los intereses económicos, los procesos sistémicos, la coincidencia final entre los compromisos del litoral en la cuenca del Plata. Pero soy un convencido de que toda acción humana –y entre ellas aún más la acción política– depende de las circunstancias que rodean a los protagonistas.
El prolífico escritor francés Honoré de Balzac sostiene que “los principios no existen; lo único que existe son los hechos. No hay ni bien ni mal, ya que éstos son sólo circunstancias”.
La frase es peligrosa, lo admito, pero sirve al menos para hacerme algunas preguntas: ¿qué habría ocurrido con Urquiza y con los destinos de la Confederación –más allá de sus deficiencias financieras– si Urquiza arrollaba a las huestes de Mitre en Pavón y luego la emprendía contra Derqui? ¿O si, finalmente, hubiera comprendido que lo mejor para la vida de las provincias habría sido sellar un pacto con Peñaloza, Varela y Solano López frente a la Triple Alianza?
Las decisiones de los hombres tuercen el suceder de los hechos. He allí toda la magia de la historia y de la vida política. Pero Jorge Luis Borges, en su artículo “Nuestro pobre individualismo” –texto que nunca me cansaré de citar–, sostiene que “en general, el argentino descree de las circunstancias”.
Descreer de las circunstancias conlleva la fatiga intelectual de sospechar que es posible depositar toda la culpa y responsabilidad en el individuo que actúa. Y, se sabe, nada hay más confortable que depositar la culpa en un solo lado. “Urquiza es un traidor”, rezaría el lema facilista en el que pueden caer muchos cultores de la línea nacional y popular frente a los sucesos de Pavón y los años posteriores del caudillo entrerriano.
Estoy convencido de que nada más que el caos –acaso el disfraz que gusta vestir Dios– puede explicar la lógica de los acontecimientos: los procesos, las acciones, las voluntades, las causalidades, el azar se conjugan para que se obtenga un resultado determinado. Pero creo también que sí hay cierto destino manifiesto, si bien no tiene nada que ver con el pensamiento mágico. Reglas físicas, ideológicas, morales y la memoria experimental influyen fatalmente en las decisiones que toma un individuo. De esta manera, el pensamiento estratégico siempre sirve más para entender los hechos que la lógica binaria de malos contra buenos, traidores contra leales, corruptos y vendepatrias contra honestos y patriotas, etcétera. (...)
Vuelvo a Borges, no sólo como un tic supuestamente legitimador para cualquier escritor nacional y popular que intente darse una pátina de pluralidad y diversidad ideológica –después de todo, el recurso ya ha sido repetido hasta el cansancio por otros autores antes que yo–, sino porque ningún intelectual del “monismo criollo” disfrazado de liberalismo racionalista europeo ha sido tan agudo como él. En “Una pieza del año 52” –el recuerdo de la cita me ha llegado de boca de Tomás Bradley, cantante del grupo La Lija, una madrugada en una mesa de Hasta Trilce–, Borges escribe con lucidez: “Urquiza es la casi perfecta realización de un destino trágico. La dualidad que parte su vida, y que es visible siempre, es la notificación de lo trágico. Urquiza, tirano progresista de Entre Ríos y teniente de Rosas y disponedor de las matanzas en el potrero de Vences y en Pago Largo, es prefigurador de su todavía más contradictoria actuación de libertador federal y fusilador del coronel Chilavert, acusado precisamente de lo que allí menos podía escandalizar: de traición”.
*Politólogo y periodista. Fragmento del libro Urquiza, el salvaje, editorial Aguilar.