El peronismo mutó siempre, se jacta de su capacidad mutante, pero los no peronistas siempre fueron iguales: desde los años 40 se los conoce como “gorilas”. Sin embargo, las marchas recientes por la reelección de Presidente Miau revelaron un nuevo aluvión zoológico. La gente usaba vinchas con orejas de gato, gatos en remeras, los felinos pululaban por la red; ¿serían los gorilas capaces de tomar una identidad por sí mismos? ¿Aun si fuera la de otro animal?
Ha sido una elección ardua, extenuante y extrañamente “win-win”; aunque el resultado podría haber dejado conformes a los bandos enemigos principales, esto es la Argentina, un pueblo experto en amargarse la vida. Los peronistas están desolados, y cualquier raspón en la autoestima peronista repercute en síntoma o delirio mayor.
El inconsciente peronoide habla a través de sus actores, Dady Brieva y Pablo Echarri: el 8% que separa a Alberto de Mauricio les dejó sabor a poco. No solo hay un 52% de la población que no los eligió: el gato no fue aplastado por un camión. El peronismo no obtuvo quórum propio en Diputados ni en el Senado, y el gatuno en jefe goza de bastante buena salud, considerando la debacle económica y los problemas generales de su felina gestión. Sobre el final de la campaña, Presidente Miau había besado pañuelos celestes y pies de señoras, y el milagro de la multiplicación de los votos vino hacia él, como Abraham a través de colinas retumbantes.
En un país donde el Estado es Dios, no es extraño que los partidos políticos funcionen como iglesias. En este esquema, el peronismo es la iglesia tradicional, con su santa (Evita) y su papa (Francisco, el capitán offshore); como en el medioevo, sus causas por corrupción y abusos se apilan. Católico significa “universal”; el que no es católico es un raro, un animal.
Lo que llamábamos “grieta” debería llamarse “cisma”. Los gatos se movieron como luteranos: unidos contra la corrupción de la iglesia peronista, contra el santoral, abrazaron una fe reformista y un discurso de austeridad y autocelebración novedoso: los sueños narcisistas de la mayoría silenciosa. Se identificaron como “los que trabajan” versus la oligarquía de “los trabajadores”; se autorreconocían como los decentes, los resilientes, los mansos rebeldes con ideas de nobleza, de “ser bien”, como si todos hubieran sido mártires privados.
El mensaje protestante era el mismo que antes de la PASO, pero le faltaba lo esencial: la mística del terror.