La historia de los pueblos podría contarse sólo a través de la historia de las lenguas. El azar (o los votos matrimoniales, que me obligan a compartir una determinada herencia gallega por la vía jurídica) me lleva a examinar de cerca la lengua gallega, su historia, su relación con el reino de España y ciertas mistificaciones como el camino de Santiago (invención del siglo XII que debemos a los nobles de Asturias, que al desparramar por el mundo la especie inverificable de que en tierras de Compostela estarían enterrados los restos del apóstol Santiago (que es como decir: un auténtico soldado de Cristo), inventaron el turismo y, sobre todo, impidieron la secesión gallega.
Volveré o no sobre el punto, pero no es en lo que hoy quería detenerme.
La lengua gallega es extraordinaria por su carácter transicional entre el portugués y el castellano. Creo que debe ser el único caso en que una lengua semejante, formada en el contacto y el rozamiento entre lenguas diferentes, adquiere estatuto escolar, literario e identitario. ¿Cómo será una identidad que se forma en el desgarramiento de otras dos lenguas?
Los argentinos conocemos bien a los gallegos porque ellos, junto con los italianos, explican nuestra cultura (La Coruña es el antecedente de Mar del Plata, aunque ésta quiera reconocerse más en Francia; el paisaje cordobés está formado por gajos de morriña gallega y así sucesivamente).
Charlando con un joven treintañero, nativo de Villagarcia de Arousa, en las rías baixas, éste se queja de que los gallegos, a diferencia de los catalanes y los vascos, se dejaron arrebatar la lengua. Sus padres, dice, renunciaron al gallego y, al hacerlo, hicieron que para él fuera una lengua aprendida y no materna. Su tía quiere corregirlo y dice que no es así, que ella habla gallego cuando se le da la gana.
Como veo que la discusión sube de tono y el joven, que es antimonárquico y que habla del “Dictador” (refiriéndose a Franco) cada vez con más vehemencia, les regalo esta prenda de amistad: les cuento que nosotros tenemos la costumbre de llamar a quienes ellos consideran sus amos y sus usurpadores, los españoles (en general, pero sobre todo los de Castilla), “gallegos”. De esa manera, sin saberlo, colocamos a los humilladores en el lugar de los humillados.
La operación les resulta simpática, pero después de un rato vuelven a herir de muerte la lengua del Estado. “Perdimus”, dice el joven gallego.