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Después del punto final

Y me volví a encontrar con un libro maravilloso, lleno de encanto, humor, libertad.

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Leí Le paysan de París, de Louis Aragon, hace muchos años y en una vieja edición de Bruguera, traducido, en mi opinión correctamente, como El campesino de París. A Aragon, pese a todo, llegué tarde. No lo leí a la salida de la adolescencia como a casi todo el dadaísmo y el surrealismo (mi familia adoptiva) tal vez porque veía en él algo demasiado ortodoxo. El surrealismo institucional –en el que también colocaba a Bretón– se me hacía precisamente una institucionalización del dadaísmo, una escuela oficial que se había vuelto anquilosada muy rápidamente. Y luego, su coqueteo con el realismo socialista, su adhesión acrítica al PC francés, su tardísima condena a Stalin, me lo volvieron aún más lejano. Pero siempre guardé el gusto por El campesino de París, texto que ganó aún más en valor luego de leer a Walter Benjamin. No es casual que, como consta en su correspondencia, Benjamin haya orientado en una dirección más productiva el proyecto del Libro de los Pasajes luego de la lectura de El campesino… Es que en la novela (que tiene también mucho de diario, de crónica) de Aragon ya está todo: los pasajes y el flâneur, la modernidad y los cambios urbanos en el capitalismo de fin del siglo XIX y principios del XX.

Publicada en 1926, la acabo de releer, tanto tiempo después, en una edición de la editorial Errata Naturae, traducida por Vanesa García Cazorla, con el titulo no tan feliz de El aldeano de París (al pasar una información para esta época de bolsillos flacos cuando no directamente vacíos: ese libro y varios más de la no obstante buena editorial Errata Naturae, se encuentran saldados por solo 4 mil pesitos en una librería de la avenida Corrientes). Y me volví a encontrar con un libro maravilloso, lleno de encanto, humor, libertad. Sí, libertad, algo que la narrativa contemporánea (y sus editores) de aquí y de allá parecen haber olvidado que es la esencia misma de la escritura (pocas palabras han sido últimamente tan bastardeadas, tan humilladas como “libertad”, y su deriva anarquista-estética-libidinal, “libertario”. ¿Estamos a tiempo de recuperar su sentido crítico e incluso revolucionario? ¿O ya las hemos perdido para siempre en manos del fascismo neoliberal que nos asfixia?). 

Tres años anterior, de 1923, es El hombre de la pampa, de Jules Supervielle, que leí también hace años en una edición de la vieja Interzona, tal vez la más grande novela surrealista junto a Nadja, de Breton, y El campesino de París. Hay allí, no solo en ese trío, sino mucho más allá, aunque hoy envejecido en su aire de museo, un fantasma con el que es imperativo dialogar, incluso, y sobre todo, en el malentendido. El malentendido es también lo propio de la tensión entre un escritor y su época. Y diría más: entre un escritor y su obra. Porque, como vamos viendo, libros como El campesino de París pertenecen a esa minoría que nos invitan a pensar, a pensar en él, sobre él, contra él, más allá de él. Es que no soporto más las novelas –esas cientos y cientos de novelas que el mercado lanza como novedades a diario– hechas solo para leer. Las leemos, sí. Y luego, ¿qué? Están bien escritas, son inteligentes, en Instagram reciben abrazos y saludos. Pero el efecto dura solo hasta la lectura del punto final. No se les cae una idea más allá. No nos siguen provocando, como El campesino de París, entre tantos y tantos otros libros.

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