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El círculo rojo

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¿Habré escrito aquí sobre el asunto? Repasando el historial de mis colaboraciones en el medio, veo que ando por los quince años a una columna por semana. Da un total de 4 x 12 x 15 = 720 columnas. Alcanza para llenar un libro grueso, lleno de súbitas iluminaciones, renuncios, imposibilidades, chistes, evasivas, descubrimientos, enojos y distracciones. Así que la cuento nomás, y si ya lo hice, en algunas de las 720 anteriores, que el memorioso Dios me perdone.

De esas vacaciones en Córdoba, durante mi infancia, no me vuelve memoria alguna salvo una escena cuya escenografía tal vez esté fraguada por la intención de embellecer la evocación, pero así vuelve a mi mente: estábamos, mi familia y yo, paseando por un parque de diversiones situado en alguna localidad pueblerina. Por entonces, a los parques de diversiones se los llamaba Parque Japonés, y lo raro es que aquel Parque estaba situado en medio de un valle o entre montañas. Aire puro, limpio, y olor a almohadones de azúcar y manzana caramelizada y a higos rellenos con nuez, en medio del ruido del tiro al blanco. Yo me detuve frente a un puesto donde un señor de mediana edad (un viejo para mí) arrojaba unas chapas circulares, tres o cuatro, sobre un círculo mayor, pintado de rojo. Lo curioso es que ese círculo estaba pintado a su vez sobre una chapa rectangular blanca, lo que daba por resultado la bandera japonesa. El puestero tiraba con  ligereza las tres o cuatro chapas sobre el círculo rojo, y el círculo rojo quedaba completamente tapado. En ese arrojar había maestría, eficacia: un ejemplo de estilo. Quise imitarlo.

Arrojé, temblando, mi primera chapa. Luego la segunda, y así. Pero a cambio de caer lisa y llanamente en el lugar que yo le había asignado, cada chapa hacía una especie de suave planeo, como si el aire ofreciera resistencia entre la chapa voladora y el círculo rojo, lo que dio por resultado que las tres o cuatro chapas no terminaran de ajustarse, dejando ver, en medio de su superposición imperfecta, el resplandor inquietante del rojo de abajo. Lo intenté una y otra vez, y pasaba lo mismo. Y entre juego y juego, el dueño del puesto, en ejercicio repetido de la maestría, tomaba las chapas entre sus manos y las arrojaba, y entonces las chapas se distribuían a la perfección y lo rojo volvía a ocultarse, como una cortina se corre en un probador y esconde el cuerpo que uno vislumbra. Por supuesto, el tipo lo hacía para instarme a intentarlo otra vez y otra, hasta que cerraran el Parque y yo gastara todo el dinero que traían mis padres.

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La lógica adulta indica que el puestero manejaba un dispositivo magnético que producía ese efecto cuando jugaba un cliente, una especie de pedal que desconectaba alzando el pie cuando era él quien arrojaba las chapas. El triunfo me estaba negado de antemano. Pero hubo algo más, algo mucho más interesante. De esa escena aprendí que el placer es hijo del desplazamiento y que la perfección está siempre adelante, magnética, puesta ahí para no ser alcanzada nunca.